Escrito por 12:00 am Cultura, Rosa María Fajardo

Alcoba azul*

A la memoria de Frida Kahlo, 

“Viva la vida”

Era el alba de un nuevo día. Lola se despertó muy temprano para su baño con agua de rosas. Como de costumbre fue a la cocina para arrancar la hoja del calendario, 25 de marzo de 1976. Saboreaba su infaltable té de azahar de la mañana, costumbre heredada de su abuela paterna. A través de la ventana entrecerrada veía llover y sentía el aire fresco en el rostro. Los pavorreales vagaban en el jardín entre los cactus que herían a las gotas de lluvia. Olor a tierra mojada. Hacía frío y con la humedad le dolía la pierna amputada.


Era el día de su terapia y la bella Lola se esmeraba para estar impecable. Como por ella dispuesto, siempre en esas ocasiones, la nana que la acompañaba desde recién nacida la peinaba haciéndole aquellas elaboradas trenzas estilo Frida que tanto le gustaban. 

Comenzó con la terapia del dolor a los diecisiete años, después del terrible impacto del Cessna de familia en que perdió ambos padres, salvándose milagrosamente.

El dolor en la extremidad residual se hizo presente apenas abrió los ojos y tomó  consciencia de estar aún viva superada la intervención quirúrgica. Luego de la fase post amputación gritaba de modo desgarrador porque decía sentir como si aún le estuvieran siendo seccionados los nervios y cercenado el hueso. Desde entonces, y por distintos motivos desencadenantes, sufrió una amplia gama de neuralgias, que iban desde secuencias de violentas descargas eléctricas hasta un ligero dolor pero que imprevisiblemente podía durar pocos segundos o muchas horas.

Llamarse Dolores fue una verdadera broma del destino, que la marcó de esa manera y ella, no por sí misma, sino para no avergonzar a las personas que conocían el significado de su nombre hispánico, se hacía llamar con el diminutivo Lola.

No obstante años transcurridos en clínicas, con médicos persiguiendo curas, tratamientos y terapias, no logró nunca alejar el fantasma del dolor de aquella parte de su cuerpo que ya no estaba y de la que, sin embargo, continuaba percibiendo todas las sensaciones: calor, frío, calambres, hormigueo, comezón y también las caricias de su amante apenas la noche pasada.

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El amante que había estado con ella en la alcoba azul aquella y tantas otras noches, y en quien pensaba mientras bebía el té, se llamaba Alejandro. Hombre bellísimo, casi un adonis. Culto, de espíritu bohemio y conversación exquisita. Alto y espigado, de paso elegante, piel de alabastro, ojos azules y largos cabellos negros. Su primo hermano, además de un incorregible y mantenido playboy que se dedicaba a la bella vita explotando sus cualidades de macho de sangre latina. Se lo podía permitir y vendía muy caras sus atenciones, a todas menos a Lola. Alejandro iba y venía como el oleaje de un mar en calma. Tocaba a la alcoba azul y Lola abría siempre aquella puerta, si no por amor, por algo parecido y que ninguno de los dos supo definir a pesar de los años.

Sí, a Lola le faltaba una pierna, pero poseía una rara belleza y cuerpo de diosa, además de haber heredado un considerable patrimonio con el cual vivir el resto de sus días sin vulgares problemas económicos, dentro la fortaleza de su casa, donde el tiempo y quien la habitaba parecían atrapados en otra dimensión.

De su madre, ítalo-argentina, heredó la pasión por el tango y la belleza de los rasgos; y de su padre, de origen mexicano, la admiración por la pintora Frida Kahlo y el temperamento valiente de un guerrero pura sangre azteca.

Con Alejandro, apenas tres años mayor que ella, compartió la infancia y los juegos, como el trompo y las canicas, entre pelas y rodillas peladas, a la luz del sol; y al doctor, por iniciativa de él, en la complicidad de la dulce sombra de la alcoba azul. Nada que decir, Alejandro recitó siempre muy bien su papel de médico presuroso en las meticulosas revisiones a la dulce paciente.

Durante aquellos largos y cándidos días de infancia transcurridos jugando juntos era común escuchar por todas las habitaciones y hasta el patio el escurrir de las notas de los tangos de la madre de Lola. Madreselva, de Carlos Gardel, fue siempre el predilecto de los entonces compañeros de juegos y después amantes.

En ese momento la evocación se desvaneció. Se escuchó cerrar el portón de madera de la entrada y los pasos elegantes de Alejandro que se acercaban. La nana Carmela, sin decir palabra, cerró la ventana y retiró la taza vacía de las manos de Lola, haciéndole entender que era hora de partir. Por fijación, sólo cuando tenía que ir a la terapia, Lola se negaba a usar la prótesis que ya dominaba a la perfección paseando por la casa y hacía que la llevaran en silla de ruedas. Y para salir, en estos casos, llevaba siempre consigo el otro par del zapato, que tenía dentro una bolsa de tela bordada, junto a su inseparable diario en cuyas páginas habitadas por palabras, imágenes y pétalos disecados había otro mundo, todo suyo, donde podía hacer y ser lo que quería.

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El viaje en el Porsche 911 de Alejandro hacia el hospital duraba siempre menos de cuanto Lola quisiese, porque durante el trayecto sucedía siempre lo mismo: ella apoyaba la cabeza en el hombro derecho de él y él la mano derecha en el espacio vacío sobrante entre el asiento y la pierna derecha de Lola. Y aunque él percibía sólo la tela ella se sentía acariciar la piel. Y era como si Alejandro metiese la mano bajo su vestido en un juego erótico al volante.

Pero he ahí que ya habían llegado. De nuevo Lola se encontraba en el departamento de terapia del dolor para buscar librarse del punzante tormento percibido en aquella parte de su cuerpo que ya no existía.

Estar en aquella sala era como estar dentro un caleidoscopio. Habitaciones pintadas cada una de distinta tonalidad y en las paredes sólo cuadros con bellas imágenes, para distraer el pensamiento, más allá. A donde fuera, pero lejos del dolor. En cambio Lola prefería llevar consigo su diario para poder escapar hacia otras dimensiones al confín del dolor. Cada vez que tomaba el diario entre las manos, hojeándolo rápidamente, era como si se activase la máquina del tiempo en busca de un destino. Y las páginas que corrían entre sus dedos alados emanaban en el aire un embriagante olor de flores desconocidas con el efecto del opio.

Los dedos se detuvieron en una página que tenía una reproducción de la pintura  La columna rota de Frida Kahlo, considerada un ícono del dolor. Una imagen cuan tierna como cruel, cuan dura como frágil. Acero y cristal.

Y para Dolores fue como si el tiempo se volviera elástico, relativo, frente a aquella inquietante figura. Era como ser observados por la misma soledad. Los ojos de la mujer del cuadro estaban llenos de lágrimas y también los de Lola se humedecieron, conmovida por una presencia así fuerte.

Paradójicamente, la imagen del dolor de aquella pintura mitigó en ese momento su sufrimiento y se encontró corriendo; sí, con dos piernas y corriendo descalza en una imaginaria extensión árida como la del cuadro. Y corría con tanta agilidad que parecía casi levitar.

Al regreso a casa los amantes transcurrieron la fresca tarde meciéndose abrazados en la hamaca del jardín hasta que la noche llegó sin prisa. Amándose a media luz en la alcoba azul, Alejandro, intentando alejar cualquier posible fantasma del dolor de la cabeza de Lola, imprudentemente trató de exponer una profunda idea filosófica, explicando porqué a veces él tenía la sensación opuesta; es decir, no estar estando. Y ella, acallándolo inmediatamente a besos y para cambiar conversación, deslizándose como sirena entre las sábanas de seda y el cuerpo de Alejandro, posó los labios en su oído susurrando con sensual ironía que el único motivo por el cual en aquel momento lamentaba no tener una pierna era no poder bailar su tango y, sin darle tiempo de replicar, modificando algunas palabras para adaptarlas a la ocasión, agregó una cita de La Náusea de Jean-Paul Sartre: “No, el bello señor que pasa dulce y orgulloso hiriendo mi corazón no siente existir…, la pierna cortada me duele, existe, existe, existe”.

Alargando una mano para apagar la lámpara, Lola empujó el diario puesto sobre la cómoda, que cayendo se abrió en la fulgurante parábola de Frida Kahlo: “Pies para qué los quiero si tengo alas pa’ volar”.

En realidad Lola no quería escuchar a los médicos ni asimilar ninguna terapia de separación y aceptación de la amputación, no porque no pretendiera sanar del dolor, pero lo prefería a la consciencia de no tener ya esa pierna, porque de ese modo habría tenido también que renunciar a sentir las caricias de su amante durante las infinitas noches en la alcoba azul.

*Publicado originalmente como “Alcova blu”, en TRATTOLIBERO. Inpaziente Attesa. Raccolta di racconti, de la colección Quaderno di esercizi. Ed. Trattolibero. 2° edición. Italia. 2013. pp.57-63. Esta edición fue traducida y editada por la autora. Se publica con su autorización.

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