Escrito por 2:57 pm Blog invitado, Cultura

Vigilia sin respuesta

Por: Laura Ilarraza / @IlarrazaLaura

Abres los ojos y miras fijamente el techo. Te detienes en el foco que cuelga en él, lo miras un instante y dejas de hacerlo porque está prendido y te lastima. Ves ahora el resto del techo, de color azul cielo. Vuelves a pensar en el foco, aunque ya no lo quieres ver porque tus ojos no aguantarían. Es un foco muy simple, con su vidrio, su redondez, sus alambres y una luz que se enciende al centro. También tiene algo de polvo.

Recorres el techo, sus manchas, las doce grietas que hasta ahora le has podido contar y el pedazo de telaraña que permanece ahí desde hace tiempo. Recorres las doce grietas, la telaraña y vuelves a notar los cambios de color en la pintura azul cielo, justo en los mismos puntos donde estaban la última vez; tonalidades que no son más que pintura deslavada en forma de nube, de círculo, de triángulo. Otra se parece a un perro. Todavía sabes decirte esas palabras: círculo, nube, triángulo, perro. Y todavía sabes contar. Por eso sabes que las grietas son doce, que el foco es uno y que la telaraña es otra.

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El foco se apaga y todo brilla menos. Cuelga de un alambre un poco largo y alrededor del alambre se ve un hueco de cemento agrietado. Una mosca pasa cerca. Cierras los ojos. Abres los ojos. No sabes qué pasó ni cuánto tiempo.

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El foco ahora está prendido y otra mosca, o quizá la misma, revolotea y se acerca. El calor le impide posarse en la luz, así que se para a un lado. No muy cerca ni muy lejos.

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No sabes si piensas o sueñas o recuerdas. Todo está oscuro adentro y aparecen sombras y figuras. Hay momentos en que también todo es oscuro afuera por mucho tiempo y cierras la ventana de tus pupilas para sumirte en ese sueño o recuerdo o pensamiento, y paseas con tus sombras desde adentro.

Abres lo ojos otra vez. Hay luz, pero se fue la mosca de tu escenario, y entonces juegas a examinar el polvo de tu foco, que ahora está apagado. De verdad se ve sucio. Pero ¿quién limpia un foco y cada cuánto? Las motas de polvo, esas pequeñísimas partículas de colores café y gris que bordean su delgado vidrio parecen una multitud que espera mientras es vigilada desde el cielo, donde estás tú. Donde tú eres quien los ve y el único que piensa en ellos.

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No sabes si en ese momento suspiraste. Pero quisieras haberlo hecho. No sabes si salió una lágrima por el borde de tu ojo. Solo miras a la pequeña multitud de polvo que se posa en tu foco, apagado en medio del azul cielo del techo, muy cerca de un pedazo de telaraña y de doce inamovibles grietas.

Vuelves a escuchar lo que sabes que son palabras. “Ponle crema, levanta su mano, mueve un poco su pierna. Cambia la sonda. Abrió los ojos. Revísalo. No hay reacción. No hay actividad. ¿Qué dice el último electroencefalograma?”.

Tus ojos no reflejan la poca vida que llevas dentro. No sientes tu cuerpo. No alcanzas a comprender en qué momento empezaste a rozar tu conciencia solo con la mirada.

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Piensas en lo que ves y ves lo único que tienes enfrente. A veces una mosca o dos, pero siempre un foco y un techo color azul. Ahora esto es existir. Ahora así es como no vives mientras sí vives porque tus ojos se abren sin tiempo y solo miran.

Ahora solo puedes jugar en un pequeño escenario de diminutos personajes en esto que se llama mente y nadie más escucha. Ahora estás inmóvil. Pero cada vez que abres los ojos sigues, seguimos, existiendo.

12 de noviembre de 2019

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