19S. Un día para reencontrarse

No es fácil ver de frente a la destrucción. La posibilidad real del hecho de que pudo la propia casa, la escuela de los hijos o la oficina de los amigos la que pudo haberse colapsado ubica a las personas en una especial sensibilidad que mueve a la solidaridad, al compromiso, a la responsabilidad.


Lo que sigue a continuación en el texto no es nada que no se haya dicho en otros espacios, pero por ello mismo es necesario reiterarlo, pues no deja de conmover la capacidad de reacción de la población ante una catástrofe como la que se vive desde el pasado martes en la Ciudad de México.

Pude caminar por la zona en que se colapsaron sendos edificios. El primero en la calle de Tajín y el otro en la calle Saratoga, ambos en la colonia Portales. Era imposible no involucrarse; de hecho, daba pena no hacerlo: personas de todas las edades prestaban sus manos, aportando recursos, llevando picos, palas y guantes para que más voluntarios se sumaran al retiro de los escombros. 

Todo lo anterior en un relativo desorden, subsanado por la voluntad y las ganas de estar hombro con hombro junto a los otros. Y es que eso es precisamente la ciudad: no solo las casas, no solo los edificios, no solo las calles, sino las relaciones sociales que es posible establecer en ellas.

Todos éramos, de un modo o de otro, vecinos. Y, sorprendentemente, pude atestiguar que dos personas que comenzaron a hablar entre sí se dieron cuenta de que viven en el mismo edificio, y que habían pasado tres años en la misma dirección sin saber nada el uno del otro.

A eso nos condena una ciudad caótica, violenta, desordenada en lo económico y en lo social, en la que en ocasiones la vida cotidiana es sorprendentemente aislante, marginando a las personas y llevándolas al encierro y a la autoexclusión, a la pérdida del interés de hablar y convivir y hacer vida común, sobre todo cuando en la estructura de vivienda mayoritariamente vertical que tenemos, habitamos en viviendas comunes.

Peor aún. A pesar de la respuesta relativamente oportuna, en realidad los gobiernos, en todos los niveles, estuvieron desbordados: era la población la que coordinaba el tránsito, era la población la que organizaba de manera autogestiva los primeros centros de acopio, era la población la que ofrecía transporte y medios para moverse de un lado a otro y llevar lo que más urgía.

Una escena que pude presenciar era sintomática: dos elementos de la Policía Bancaria e Industrial, en la esquina de Prolongación Tajín y División del Norte, eran testigos mudos, impávidos y quizá temerosos de ensuciarse el uniforme; representantes de ese sector de la autoridad que ya no queremos. Quizá su función era “resguardar el orden”, pero ante la urgencia que era palpable, su pasiva inacción resultaba sumamente agresiva ante el compromiso de la gente.

Una vez pasada la urgencia, debemos ser capaces de no olvidar nuestros problemas estructurales y más profundos: la violencia de género y la indignación que causó el asesinato de Mara Castilla; el incremento de la pobreza en Chiapas, Guerrero y Oaxaca, también golpeados por los sismos, tanto del 7 de septiembre como por el de antier, 19 de septiembre; la violencia del crimen organizado y la desigualdad estructural, que nos ha llevado a que un representante popular gane más de 200 veces lo que gana una persona pobre.

Lo ocurrido a partir del martes no puede ser una anécdota más sobre la “espontánea solidaridad mexicana ante las crisis”. Debe ser, por el contrario, un motivo para repensar a las ciudades, a la relación entre el Estado y la sociedad civil y, sobre todo, al proyecto nacional, a fin de encontrar, a partir de lo que es claro que nos une y mejor caracteriza, rutas transitables para un futuro promisorio y verdaderamente incluyente de todos.

@saularellano

Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el  21 de septiembre de 2017

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