La feria de las promesas que escuchamos en cada proceso electoral es tan vacua como predecible: más empleo, más y mejor educación, más y mejores servicios de salud, más y mejores carreteras y un largo etcétera respecto del cual no queda claro cómo es que va a lograrse, si se considera sobre todo el crecimiento inercial que tiene nuestra economía, y las proyecciones de crecimiento mediocre que tenemos para los próximos ocho o diez años
Ante el desbordado optimismo de Davos, en México no puede asumirse sin más que las cosas van a estar mejor, sobre todo, porque estamos ante un escenario crecientemente complejo: se mantiene la posibilidad de la cancelación del Tratado de Libre Comercio, todavía no conocemos los efectos que tendrá la reforma fiscal de Trump y continuamos sin diversificar nuestras exportaciones y tenemos un mercado interno debilitado desde hace ya más de dos décadas.
Así, ante la presión de algunos empresarios mexicanos, relativos a imitar el modelo estadunidense, dirigido a reducir el Impuesto Sobre la Renta, e incrementar el IVA, debe ser rechazada desde ahora, pues implementarla no tendría otro efecto, sino incrementar aún más la pobreza y concentrar aún mucho más la riqueza en nuestro injusto y desigual país.
Desde esa perspectiva, no se ha escuchado de los candidatos ninguna propuesta sensata para modificar nuestros problemas estructurales: el bajo crecimiento no alcanza para cubrir la demanda de puestos de trabajo que implica el crecimiento demográfico; y a este ritmo, continuará descendiendo el ingreso per cápita; el modelo de crecimiento implica que el 2% de crecimiento —el cual no es necesariamente menor—, es apropiado por unos cuantos, pues crecemos poco y distribuimos muy mal.
Asimismo, los empleos, a todas luces insuficientes, son precarios: de acuerdo con el Coneval, el ingreso laboral per cápita no alcanza ni para escapar de la pobreza; mientras que los datos del Inegi estiman que alrededor del 60% de la población ocupada percibe menos de dos salarios mínimos al mes; mientras que una proporción similar se encuentra en condiciones de informalidad laboral.
Desde esta perspectiva, lo exigible a los candidatos es una propuesta seria y aplicable, que vaya más allá de la letanía conservadora relativa a garantizar los “fundamentales de la economía”, sobre todo, porque gane quien gane la Presidencia de la República, asumirá el cargo en un país con muchos más pobres que los estimados en 2016, y en un escenario de desorden generalizado de las finanzas estatales y municipales.
Igualmente, quien llegue a la Presidencia enfrentará la realidad de una infraestructura social deteriorada e insuficiente; una administración pública inerciada y un conjunto de programas desarticulados y diseñados para el dispendio y su uso político electoral.
Cómo reorganizar al gobierno y a los programas públicos para dirigirlos hacia el efectivo cumplimiento de los derechos humanos de la población, es una de las agendas sobre las que nada se ha dicho en las precampañas.
Lo que no se ha discutido, y un sector de la ciudadanía queremos escuchar, es cómo va a hacer, quien gane, para que en los primeros dos años de su mandato, el exiguo 2% que vamos a crecer tenga una mejor distribución: porque es una enorme falacia sostener que sólo reduciendo la corrupción habrá mejores condiciones de vida para la gente, cuando lo que se necesita, y con urgencia, es la redistribución del ingreso vía empleos dignos y acceso universal a la seguridad social y a educación de calidad.
No podemos asumir como destino inevitable un futuro inmediato de crecimiento mediocre. Lo que se necesita ahora es la audacia para imaginar una nueva economía social; para reconstruir el mercado interno evitando la inflación y manteniendo finanzas públicas sanas.
Hacerlo es posible, pero ello implica romper dogmas; poner a la imaginación al servicio de la sociedad y, sobre todo, asumiendo un renovado compromiso con una economía solidaria, dirigida sin ambages, volver a crecer para generar igualdad.
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