Este 2017 presenta retos inéditos en materia de no discriminación, que nos obligan a pensar el tema no sólo en su dimensión nacional, sino también en la global. Vivimos en un mundo globalizado, lo que significa que cada vez menos las fronteras frenan el intercambio de ideas y estándares democráticos
Pero la globalización también tiene una cara menos amable: la concentración de la riqueza y la subsecuente profundización de la desigualdad entre las naciones y dentro de las fronteras, entre personas y grupos, así como la circulación de ideologías discriminatorias que hacen aparecer a ciertos colectivos —migrantes, grupos religiosos, etnias, personas de la diversidad sexual, entre otros— como responsables de la polarización social.
Ante tal panorama, ¿cómo hacemos para convencernos de que la alternativa a esta globalización descarnada no es el cierre de las fronteras y el atrincheramiento tras los prejuicios, sino la construcción de sociedades cuyo centro sea una mayor igualdad sustantiva y respetuosa de las diferencias?
La necesidad de un proyecto como éste se revela si entendemos que la discriminación es el eje alrededor del cual se construyen la desigualdad y la injusticia. Más aún, alejar a un número importante de personas de los circuitos laborales a causa de la discriminación significa perder talentos, capacidades y el bono demográfico, los cuales podrían ser fundamentales para elevar el desarrollo nacional.
Las cifras no mienten
Por ejemplo, las y los jóvenes experimentan una tasa de desocupación laboral (7.2%) mayor a la de cualquier subgrupo de la población económicamente activa[1].El ingreso de las mujeres representa apenas 49% del que perciben los hombres por el mismo trabajo[2], y aunque ellas son más de la mitad de la población, sólo 4 de cada 10 tienen un trabajo remunerado (frente a 6 de cada 10 hombres)[3].
El porcentaje de personas hablantes de una lengua indígena que trabajan por su cuenta (28.7%) es casi 10 puntos porcentuales mayor al de las personas no hablantes de una lengua indígena (19.3%)[4].Asimismo, 4 de cada 10 personas con discapacidad (39.1%) participan en la economía, frente a más de 6 de cada 10 personas sin discapacidad (64.7%)[5]. La mitad de la población LGBTI reporta haber vivido por lo menos una vez acoso, hostigamiento o discriminación en el trabajo[6]. Y así podríamos ir acumulando cifras.
Para atender este reto de inclusión tenemos que definir prioridades para 2017. Corresponde al Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) coordinar la política de Estado en esta materia, así como generar las sinergias y las alianzas que articulen un consenso nacional que la sustente.
Desde el CONAPRED afirmamos la importancia de asumir esta tarea desde tres frentes de acción:
El objetivo del primer rubro es que los tomadores de decisiones sean conscientes de sus obligaciones en torno al derecho a la no discriminación, y que no las observen como una carga, sino como el corazón de sus obligaciones públicas, en concordancia con el Artículo 1º constitucional.
En esta tarea, es el Programa Nacional por la Igualdad y No Discriminación el instrumento de referencia para la coordinación de todos los esfuerzos públicos y privados. En torno a éste es que debemos continuar desarrollando las capacidades técnicas y de gestión para que el conjunto de instituciones públicas realice sus labores cotidianas con apego a los estándares vigentes en materia de no discriminación.
De manera frecuente se piensa que sólo las instituciones que atienden la vulneración social tendrían que desarrollar estas capacidades, pero este Programa articula una visión de la acción pública como imposible de disociar de los estándares de derechos humanos, y el resultado debería ser la conciencia de que el acceso a cada programa público, la prestación de cualquier servicio o la realización de todos los trámites gubernamentales deberían estar libres de discriminación.
En relación con el segundo tema, debemos considerar que el desarrollo económico no tendría ningún sentido si no se lograra por medio de trabajos decentes, es decir igualitarios, inclusivos, adecuadamente remunerados, seguros y sustentables.
Una de las dimensiones de la no discriminación consiste en crear trabajo decente para todos y todas, e implica generar modelos de cultura institucional igualitaria en los centros laborales; prevenir y erradicar los actos discriminatorios que ocurren en las empresas, entre los empleadores y quienes laboran en éstas; y crear programas de apoyo al cuidado, que permitan la conciliación de la vida familiar y la vida laboral.
Entonces, ¿hacia dónde tenemos que encaminar nuestras acciones? Por una parte, hay que avanzar en la implementación de la Norma Mexicana en Igualdad Laboral y no Discriminación, que contempla acciones para constituir a los centros productivos en ámbitos libres de discriminación.
Pero, por la otra, es necesario —de manera preferente mediante la operación de políticas de inclusión laboral fundadas en las medidas para la igualdad contempladas en la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación— hacer cada vez más presentes a las personas en situación de discriminación en los espacios productivos, para romper con los mitos acerca de su valor social y mostrar que, al contrario, ellas tienen una fuerza laboral y de innovación que no puede dejarse sin aprovechar.
En tercer lugar, está la que es —quizá— en el largo plazo la tarea más importante, a saber, el cambio cultural. Necesitamos dar un papel central al paradigma de los derechos humanos tanto en los procesos educativos, como en los medios de comunicación, a partir del convencimiento de que somos una nación plural que tiene que reflejarse en discursos y representaciones igualmente diversos.
Esto significa crear criterios de razón pública en los que la mayoría de la población pueda reconocerse, es decir, que estén libres de misoginia, xenofobia, racismo, homo y transfobia, entre otras formas discursivas de odio.
Precisamente, necesitamos que los conflictos que nos dividen como sociedad en torno a temas polémicos —el matrimonio igualitario, los derechos sexuales y reproductivos o las decisiones macroeconómicas— puedan dirimirse desde criterios de razón pública que privilegien una mirada de derechos humanos sobre criterios de eficiencia o tradicionales.
Educar en la no discriminación significa no sólo cuidar la manera en que nos expresamos para visibilizar la diversidad social que nos caracteriza, sino también entender que los acuerdos que podemos tomar como sociedad en torno a los temas que nos dividen necesariamente tienen que hacerse desde los estándares de derechos humanos. Allí deberían coincidir todas las posiciones políticas, discursos, formas de vida e ideologías.
Solo así podremos convertir nuestros espacios públicos en auténticamente habitables por todos y todas, sin miedo a la exclusión y con la confianza de que el conjunto de la sociedad es vigilante del respeto al derecho a la no discriminación.
Y, finalmente, está el tema de la migración, que resulta relevante desde cada uno de estos frentes contra la discriminación. El cambio de gobierno en Estados Unidos lo ha traído de vuelta al centro de la discusión mundial. Aun en la incertidumbre, y frente a lo que parece ser el inicio de una política de proteccionismo y amurallamiento frente a los flujos migratorios que tienen como destino ese país, necesitamos hacernos cargo, desde nuestros contextos locales, de una deuda de justicia que hemos pospuesto por mucho tiempo.
No sólo es que México expulse cada vez a más personas a causa de la falta de oportunidades de educación y empleo, así como de la polarización social e inseguridad, sino también está el hecho de la migración proveniente de Centroamérica que cruza por nuestro territorio.
Tenemos que ser capaces de pensar a los derechos humanos disociados de la nacionalidad y, al mismo tiempo, construir instituciones que sean capaces de tutelarlos, en el caso de quienes viven o transitan en regiones diferentes a las de su origen. Esto implica visualizar a los migrantes como sujetos plenos de derecho, particularmente del que se refiere a la no discriminación, para hacerlos beneficiarios de la protección legal, las políticas públicas y la inclusión en el desarrollo.
Independientemente del rumbo que tome la política estadounidense, tenemos nosotros que hacernos cargo de generar mejores condiciones y oportunidades para que se interrumpa la migración forzada y, además, para que quienes regresen a casa lo hagan con la certeza de que encontrarán trabajo y calidad de vida dignos.
A veces se usa con excesiva libertad el adjetivo histórico para referirnos a las posibilidades que se nos abren desde la coyuntura, pero creo que no exagero al referirme al 2017 como un año histórico, a propósito de la oportunidad de dar al mundo un ejemplo de país que se toma en serio la lucha contra la discriminación.
Con ello, demostraríamos que México —como muchos otros países están haciendo— da la espalda al racismo, la misoginia, la homofobia, la xenofobia y otras formas conexas de discriminación. Y, también, que decidimos reconocer nuestra identidad como comunidad política, no en el nacionalismo u otras ideologías excluyentes, sino en la consideración de los derechos humanos como el marco de convivencia en el que todas las personas pueden existir con dignidad y seguridad.
Alexandra Haas Paciuc es Presidenta del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.
[1] INEGI (2016), “Estadísticas a propósito del Día Internacional de la Juventud (15 a 29 años) 12 de agosto”.
[2] World Economic Forum (2015), The Global Gender Gap Report 2015.
[3] OCDE, Panorama de la educación 2015.
[4] INEGI (2016), “Estadísticas a propósito del Día internacional de los pueblos indígenas (9 de agosto)”.
[5] INEGI, Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2014.
[6] Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y Fundación Arcoiris (2016). “Investigación sobre atención a personas LGBT en México: Resumen Ejecutivo”.
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