En nuestro país, y en el mundo, vivimos tiempos sombríos. Hay mucha rabia y mucho odio. Reina sobre todo la falta de sensibilidad hacia nuestros semejantes, especialmente hacia los niños –como el Niño Jesús– que viven en las calles y sufren abusos. A pesar de todo vivimos la humanidad de nuestro Dios, que asumió nuestra condición humana, tan contradictoria
El cristianismo no anuncia la muerte de Dios, sino la humanidad, la benevolencia y el amor misericordioso de Dios. Entre el buey y la mula, miremos al Niño: en él sonríe la jovialidad y la eterna juventud del mismo Dios.
Pasé por Belén de Judá y oí un susurro tierno. Era la voz de María acunando a su hijito: “Mi niño, mi Sol, ¿cómo voy a cubrirte con ropa?, ¿cómo voy a amamantarte, si eres tú quien nutres a todas las criaturas”?
Del pesebre vino también una voz angelical que me decía: “Oh criatura humana, ¿por qué tienes miedo de Dios? ¿No ves que su madre envolvió su cuerpecito frágil? Un niño no amenaza a nadie, ni condena a nadie. ¿No escuchas su suave llanto? Más que ayudar, él necesita ser ayudado y llevado en brazos”.
No dejemos que sea verdad lo que escribió el evangelista San Juan: “vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. Nosotros queremos estar entre quienes lo reciben como hermano y compañero de camino.
La entrada de Dios en el mundo no fue estrepitosa. Sucedió al margen de la historia oficial, fuera de la ciudad, en medio de la noche oscura, en una gruta de animales. En Roma, capital del imperio, y en Jerusalén, el centro religioso del Pueblo de Israel, no se supo nada. Casi nadie se dio cuenta. Solamente aquellos que tenían un corazón sencillo, como los pastores de Belén. Éstos caminaron hasta la gruta, donde tiritaba de frío el Divino Niño.
La Navidad nos ofrece la clave para descifrar algunos misterios insondables de nuestra atribulada existencia. Los seres humanos siempre se han preguntado y se preguntan: ¿por qué la fragilidad de nuestra existencia? ¿Por qué la humillación y el sufrimiento? Y Dios callaba. Pero he aquí que en Navidad nos viene una respuesta: Él se hizo frágil como nosotros. Se humilló y sufrió como todos los humanos. Ésta fue la respuesta de Dios: no con palabras sino con un gesto de identificación. Ya no estamos solos en nuestra inmensa soledad. Él está con nosotros. Su nombre es Jesús.
La Navidad nos descubre también una respuesta última al sentido del ser humano. Somos un proyecto infinito. Sólo el Infinito puede realizar nuestra plena humanidad. Y sucede que el Infinito se hace humano para que el humano realice su proyecto Infinito. El Infinito se hizo ser humano para que el ser humano se hiciese Infinito.
Para concluir nada más conmovedor que estos versos de Fernando Pessoa, el gran poeta portugués, sobre el Niño Jesús:
Es el Niño Eterno, el Dios que faltaba. / Es tan humano… que es natural. / Es lo divino que sonríe y que juega. Por eso sé con toda seguridad / que él es el Niño Jesús verdadero. / Es un niño tan humano, que es divino. / Nos llevamos tan bien los dos, / en compañía de todo, / que nunca pensamos el uno en el otro. / Pero vivimos los dos juntos, / con un acuerdo íntimo, / como la mano derecha y la izquierda. / Cuando me muera, Niño mío, / déjame ser el niño, el más pequeño. / Tómame en tus brazos y llévame a tu casa. / Desnuda mi ser cansado y humano. / Y acuéstame en tu cama. / Cuéntame historias, si me despierto, / para que me vuelva a dormir. / Y dame tus sueños para que juegue, / hasta que nazca cualquier día / que tú sabes cuál es.
Feliz Navidad a todos y a todas. Confiemos: también hay una Estrella, como la de Belén, que ilumina nuestro camino, por más sombrío que se presente. Si yo no sé el camino, Niño, tú lo sabes, y lo sabes muy bien.
Texto publicado con autorización de http://www.servicioskoinonia.org/boff/
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