por Nashieli Ramírez

El 46% de los pobres en México son niñas, niños y adolescentes (CONEVAL 2012). Esta condición violenta su vida cotidiana e impacta en su bienestar y en su desarrollo, y también lo hace cuando coloca a los adultos que los rodean en una situación de déficit para su protección y cuidado: familias volcadas al trabajo, con sueldos precarios; entornos rurales e indígenas que obligan a la separación familiar por migración transfronteriza o a la migración familiar jornalera; ámbitos urbanos inseguros, insalubres y con adultos ausentes.


Ejemplos de las violencias hacia la infancia que derivan de la pobreza son los gritos que provoca la convivencia en viviendas de 40 metros cuadrados; las quemaduras o envenenamientos por omisión de cuidados en miles de niños cuya primera infancia transcurre sin acceso a servicios de atención infantil; o las humillaciones a las que se exponen los que ven transcurrir sus días respirando el humo de los escapes de los autos o caminando las calles de las ciudades.

Sin duda, la pobreza es por sí misma un elemento de violencia hacia la infancia y también es un generador de ambientes violentos hacia niñas, niños y adolescentes, pero no es el único. Ya en su Informe sobre la Violencia contra los Niños de 2006, la ONU pone en evidencia que la violencia hacia la infancia es generalizada, que no respeta fronteras ni clases sociales y está altamente normalizada, poniendo especial énfasis en el papel de la cultura en el ejercicio de la violencia de la que son víctimas las personas menores de edad.

Esta situación no ha cambiado mucho desde que fue publicado el citado informe, si consideramos la campaña que a finales de julio de 2013 lanzó a nivel mundial UNICEF. “Acabemos con la violencia (End violence); hagamos visible lo invisible”, convoca este organismo internacional ante los 223 millones de niñas y niños que según la OMS son víctimas de explotación y violencia sexual, y más de la mitad de los infantes en el mundo que son educados por medio de golpes. La violencia en contra de las niñas y niños es todavía vista como algo normal y culturalmente aceptado por amplios sectores de la sociedad, por lo que esta iniciativa insta a ciudadanos, legisladores y gobiernos a reconocer la violencia contra la infancia y a unirse a los movimientos mundiales, nacionales y locales para acabar con ella.

El factor cultural es sin duda determinante cuando hablamos de la violencia al interior de los hogares. Las estadísticas sobre violencia familiar en nuestro país nos señalan que en más de la mitad de las familias se golpea y se le grita a los niños (ENDIREH, INEGI, INMUJERES, DIF). Un estudio sobre prácticas de crianza en México indica que lo que cambia en los hogares por estrato social es el tipo de violencia, mientras que en los sectores rurales y urbanos populares la violencia física es persistente, los padres y madres de clase media alta tienden mayoritariamente a castigar a través de la violencia psicológica. Sin embargo en todos los casos, “una nalgada” no es un golpe (Detrás de la puerta… que estoy educando. Ririki / 2013).

Los resultados del estudio en referencia revelan la persistencia de una concepción autoritaria de la crianza. Se dejan pocos espacios al diálogo y a la escucha de las opiniones de las niñas y de los niños, tanto en cuestiones que conciernen a las dinámicas familiares, como en problemáticas que se relacionan con los otros ámbitos en los cuales se involucran niños y niñas, como la escuela, el trabajo infantil o el establecimiento de redes sociales infantiles. El diálogo y la escucha, indispensables para garantizar la resolución no violenta de conflictos y la contención emocional, son elementos en general ausentes en las prácticas de crianza y en la vida cotidiana de la mayoría de las familias mexicanas.

México como signante de la Convención de los Derechos del Niño tiene la obligación de proteger a las niñas y los niños en caso de que sus padres no desempeñen de manera adecuada su papel, pero tiene también la obligación de apoyar a los padres para que puedan asumir este papel primordial en la crianza. En esto último se considera que tiene que fortalecer a las familias como proveedoras de comida, salud, educación, pero también de amor y protección. Como lo señala M. Mauras, es necesario y urgente retomar la “bidireccionalidad perdida” entre el Estado y la familia, a través del desarrollo de políticas públicas adecuadas de apoyo a las familias.

Bertolt Brecht afirmaba que “en los países democráticos no se percibe la naturaleza violenta de la economía, mientras que en los países autoritarios lo que no se percibe es la naturaleza económica de la violencia”. Yo agregaría que en todos los países, hoy además, se sigue sin percibir la naturaleza cultural de la violencia contra la infancia.

Tenemos que transformar a una sociedad que justifica y ve como natural la nalgada con fines de corrección y castigo; en donde la mayoría de las personas piensan que lo que hagan los padres y madres con sus hijos no es asunto público, sino privado. Tenemos que abrir puertas para fortalecer a las familias y para transitar hacia estilos de educación y crianza basados en la comunicación y el afecto. Las niñas y los niños mexicanos deben saber que tiene derecho a no ser violentados y tener la certeza de que hay un Estado que garantiza su bienestar y desarrollo, asegurándoles el ejercicio de sus derechos sociales.•

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