Hace dos días se dio a conocer una noticia por demás triste y preocupante: murió el último espécimen macho de rinoceronte blanco que quedaba en el mundo, lo cual ha colocado a unos cuantos años la plena extinción de esta especie, pues sólo quedan dos ejemplares hembras más en cautiverio
De acuerdo con Nicholas Stern, y de numerosas personalidades del mundo de la ciencia, estamos en la sexta era de las extinciones, con la salvedad de que frente a las cinco previas, el principal agente generador de las causas de la extinción somos los seres humanos.
La muerte de Sudán —era el nombre que se le había dado al rinoceronte muerto—, constituye un crimen contra la creación; y no en un sentido religioso, sino en uno estrictamente terrenal. Nosotros, los que vivimos en la tierra, somos responsables de una u otra manera de la desaparición de esta especie, pero de cientos más que año con año desaparecen de la faz de la tierra.
No hemos comprendido el sentido profundo de responsabilidad que tenemos, sobre todo a partir del siglo XVIII, cuando el estilo de desarrollo entró a una ruta frenética de producción en masa, con base en la utilización de combustibles fósiles y productores de gases de efecto invernadero.
Los científicos que integran el Panel Intergubernamental de Cambio Climático han advertido además que han modificado sus predicciones sobre las tendencias de incremento de la temperatura planetaria, y algunos de ellos están comenzando a advertir de la posibilidad de un posible abrupto incremento promedio de 3 o 4 grados centígrados para las próximas décadas, y no para el siguiente siglo, como se había pronosticado inicialmente.
Esos tres o cuatro grados pueden parecer poco; pero sus implicaciones tienen literalmente dimensiones apocalípticas: desaparecerían no sólo muchas islas del Pacífico, sino que ciudades costeras en todas partes verán tremendamente afectadas sus fisonomías.
En el caso mexicano, ciudades como Villahermosa, en Tabasco, pero también Cancún y otras playas, ya han vivido episodios meteorológicos que han arrasado con amplias franjas de playa o afectado severamente su infraestructura urbana.
La vida, en cualquier caso, habrá de prevalecer, pero no en la forma en que la conocemos; y muy probablemente, de seguir por la ruta que vamos, como especie humana podríamos comprometer nuestro propio futuro y viabilidad, al menos en la forma que ha adquirido nuestra civilización.
Por ejemplo, hace aproximadamente 250 millones de años, en el llamado pérmico, se dio un proceso de extinción, generado por una intensa actividad volcánica en el planeta, cuyo resultado fue la desaparición del 90 por ciento de las especies existentes en ese momento. La vida resurgió miles de años después y floreció; hace 65 millones de años el cometa que impactó en Yucatán llevó también al fin de la era de los dinosaurios, y permitió la aparición de las primeras especies que, en el proceso evolutivo, eventualmente derivarían en los primates y los homínidos.
Hace alrededor de 80 mil años, la especie humana estuvo al borde de la extinción ante una de las más severas eras glaciales que hemos enfrentado como especie. Se estima que sólo aproximadamente el 10 por ciento de los individuos de nuestra especie sobrevivieron, y es la base científica sobre la cual hoy se ha confirmado que todos los seres humanos derivamos de la misma rama que sobrevivió este episodio climático.
Frente a esta evidencia, deberíamos actuar con mucha mayor humildad; y entender que frente a la naturaleza hoy, dicho de manera figurada, nos hemos convertido en portadores de la marca de Caín, pues nos hemos convertido literalmente en ecocidas, esto es, en exterminadores del medio ambiente.
La protección de la biodiversidad es, en ese sentido, frente al cambio climático, una de las estrategias centrales de un plan que, lamentablemente, aún no tenemos de manera clara; y más nos vale comenzar a invertir los recursos necesarios para echarlo a andar, porque definitivamente en ese terreno, ya vamos muy tarde.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 22 de marzo de 2018