El suicidio del músico y escritor Armando Vega-Gil permite pensar en la cadena de fracasos de las instituciones de procuración e impartición de justicia mexicana, y de la vigencia de lo que en la literatura feminista es explicado como el predomino del patriarcado.
Frente al delito del acoso sexual -y otros más-, nos encontramos en un aparente callejón sin salida: las víctimas generalmente no denuncian por temor a represalias; cuando se denuncia, las autoridades re-victimizan a las personas agredidas; y como no hay un sistema que siga protocolos apropiados de procuración y acceso a la justicia, a la mayoría de las víctimas no les queda más camino que la denuncia pública anónima; instrumento válido en este contexto, pero que abre la posibilidad al escarnio y a falsas acusaciones.
En un sistema machista, la “regla de oro” ante estos casos es la del “yo sí te creo”, en el afán de proteger y acompañar a quien denuncia; pero no podemos contentarnos con eso; porque en realidad estamos rompiendo con los principios básicos de la Justicia, y uno de ellos es la equidad entre las partes durante cualquier proceso.
Es decir, en un sistema judicial eficaz nadie debería tener miedo de denunciar, porque las autoridades deberían contar con los mecanismos para verificar que la acusación tiene fundamento; y que pueden determinar fehacientemente que hay una o varias personas responsables. Pero entre el deber ser y el ser, hay todavía un largo trecho.
El tema abre otras vetas de discusión. Sin duda debe haber un proceso de protección y reparación del daño a las víctimas; empero ¿qué hacer con los victimarios?, ¿Podemos ser compasivos con quien ha ejercido violencia? ¿Se puede ser hospitalario -en el sentido clásico del término- con un criminal?
Lo anterior es importante porque en una sociedad con tanta violencia como la nuestra cabe preguntar, sobre todo en casos en donde no se configuran delitos: ¿quién de nosotros no ha violentado nunca a otra persona, aún sin querer? ¿Quién no ha discriminado; quién no ha pronunciado una frase hiriente; quién no ha sucumbido a la tentación de usar una posición jerárquica para imponer una idea o simplemente cumplir un capricho? ¿Quién no ha mentido para conseguir un empleo o justificar errores? ¿Quién no ha engañado o ejercido algún nivel de violencia en una relación?
La catarsis implícita en la denuncia pública para las víctimas revela también la ausencia de un sistema público de salud de calidad, en el que por supuesto, debería estar incluida la salud mental. Revela también la ausencia de mecanismos institucionales apropiados para acompañar a quienes no quieren llegar a un proceso judicial y de protección integral para quienes sí deciden hacerlo.
Así las cosas, el movimiento “MeToo”, como se ha gestado en México, se ubica en el lindero entre la denuncia justa y el linchamiento bárbaro. Y hay que decirlo: ningún movimiento, por legítimo que sea, puede pretender sustituir a las instituciones públicas, porque se abre la posibilidad de buscar hacerse justicia por propia mano.
Lo otro cierto es que llegamos a esta situación porque la impunidad reina en México; porque no hemos logrado construir un sistema educativo -en un sentido amplio- capaz de arraigar entre las niñas, niños y adolescentes, los valores de igualdad, la justicia, la dignidad y un amplio compromiso con los derechos humanos; y porque, en general los gobiernos, de todo signo, han fracasado en dirigirnos hacia una sociedad solidaria y compasiva.
La disyuntiva no puede ser, pues, entre justicia y venganza; entre el silencio de las víctimas, y el escarnio y el linchamiento público de los victimarios: el sendero que debemos tomar es el de una auténtica sociedad de y para la paz. Donde los crímenes sean sancionados de manera civilizada; donde las víctimas no lo sean más; y donde todos estemos dispuestos a educarnos y comprometernos plenamente con el ejercicio y la exigencia de derechos humanos para todas y todos.
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