En la antesala de la Cumbre del Futuro de las Naciones Unidas a celebrarse en septiembre, debemos aprovechar el día mundial de la administración pública, para destacar el valor y las contribuciones de los servicios públicos al desarrollo de los países, y detener la captura corporativa de nuestras sociedades.
Un articulo de: Magdalena Sepúlveda y Valentina Contreras
En 2021, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, publicó un informe llamado “Nuestra Agenda Común”. El documento, preparado tras consultar a una multiplicidad de actores, fue diseñado como un instrumento de acción para impulsar y acelerar la implementación de los acuerdos existentes, incluidos los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Reconociendo la existencia de un contrato social desgastado, producto de una creciente desconexión entre las personas y las instituciones que les sirven —y que sólo da cuenta de una crisis de confianza más profunda—, el informe propuso la mejora de las experiencias de las personas en las instituciones y los servicios públicos, como un medio concreto para construir confianza de cara al futuro. Como resultado, el texto propuso la celebración de una Cumbre del Futuro para forjar un nuevo consenso global sobre cómo el futuro debería verse, y qué se podría hacer hoy para asegurarlo.
La “Cumbre del Futuro: Soluciones multilaterales para un mañana mejor” reunirá el 22 y 23 de septiembre de 2024a los líderes mundiales para forjar un nuevo consenso internacional sobre cómo mejorar el presente y salvaguardar el futuro. Alejándose de sus intenciones originales, los preparativos de la Cumbre del Futuro, compuestos por la Conferencia de Sociedad Civil de Naciones Unidas desarrollada en Nairobi en mayo pasado, y los sucesivos borradores de lo que será el “Pacto para el Futuro”, no han contribuido a la garantía y sostenibilidad de los servicios públicos como la salud, la educación, los cuidados y la energía.
Desde el principio, el diseño del proceso conducente a la Cumbre ha trabajado insistentemente bajo el marco de la “Tercera ONU” (Weiss, 2014), equiparando corporaciones con fines de lucro y organizaciones sin fines de lucro bajo la forma de “Coaliciones de Impacto”. En un mundo donde las instituciones públicas y los servicios básicos destinados a cumplir derechos humanos y a lograr el desarrollo sostenible corren el riesgo constante de ser comercializados o reducidos a meras “industrias rentables”, brindar el mismo espacio a estos actores tan diferentes es profundamente problemático.
Primero, al hacerlo, se ignoran las diferencias de poder, acceso y recursos, existentes, por ejemplo, entre las grandes multinacionales y las organizaciones no gubernamentales nacionales o locales. Con ello no solo se reducen los espacios para la participación de aquellas organizaciones que están más cerca de los intereses y demandas de la ciudadanía, sino que además se amplían las vías para la captura corporativa. Si el objetivo era mejorar las experiencias de las personas con las instituciones públicas y los servicios básicos, ¿no deberían ser las organizaciones creadas por, que trabajan con y resaltan los intereses de la gente, a quienes se debería de ofrecer vías más amplias de participación?
En segundo lugar, este diseño estructural también es problemático en términos de rendición de cuentas. Si bien es cierto que el sector privado no puede dejarse fuera de una agenda global de desarrollo, a pesar de algunos esfuerzos aislados, en general, las corporaciones tienen una responsabilidad muy limitada por los impactos de sus acciones sobre los derechos humanos.
A pesar de que los Estados tienen el deber de proteger a las personas de los abusos de derechos humanos cometidos por terceros, los mecanismos legales y políticos que tienen para actuar contra una empresa, sobre todo si es una poderosa trasnacional, o contra una ONG local, son diametralmente opuestos. En la práctica, cuando grandes corporaciones violan o amenazan los derechos de las personas, los recursos efectivos para poner fin a aquellos abusos, son escasos y pueden tomar décadas.
En este contexto, asignar un rol prominente a las empresas en un proceso que busca solucionar las crisis actuales, impide que la pobreza, la desigualdad y los derechos humanos sean abordados de manera efectiva. La naturaleza misma de las empresas privadas es obtener ganancias, residiendo su preocupación en sus propios intereses más que en los intereses del público.
En contraste, el principal objetivo de los servicios públicos es mejorar la calidad de vida de las personas; de allí que los servicios públicos sean las herramientas que tienen los Estados para garantizar la efectivización de los derechos económicos, sociales, culturales y medioambientales.
Por lo tanto, la inclusión de actores privados con fines de lucro al mismo nivel que otros actores sociales, sin considerar la desigualdad de condiciones, allana el camino para un futuro sujeto a captura corporativa. Adicionalmente, esta situación hace caso omiso al hecho que los intereses de muchas empresas se contraponen, o más bien “compiten”, con el objetivo de que se avance en la inversión en servicios públicos universales y de calidad.
Precisamente, porque el principal objetivo de los servicios públicos es mejorar la calidad de vida de las poblaciones, los servicios públicos son fundamentales para construir sociedades más justas, más inclusivas y resilientes, equipadas para enfrentar crisis como las emergencias climáticas, la crisis del costo de vida y las pandemias. Así, fortalecer, mejorar y desarrollar los servicios públicos universales y de calidad debería ser el centro de los objetivos de una Cumbre que busca acordar soluciones multilaterales para un mañana mejor para las generaciones presentes y futuras.
Consecuentemente, mejorar las experiencias de las personas con las instituciones y los servicios públicos exige construir un futuro que sea público, tanto en los resultados como en los medios utilizados para lograrlos. Esto, a su vez, requiere de reformas inmediatas al proceso de redacción del Pacto para el Futuro actualmente en curso.
Para lograr un futuro público que pueda combatir los niveles históricos de desigualdades en el mundo, este documento debería como mínimo: (i) reafirmar los compromisos de los estados con todos los derechos humanos, incluidos los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales; (ii) hacer un llamado para aumentar la inversión en servicios públicos, con especial atención en llegar a mujeres y niñas, y empoderar a las personas marginalizadas; (iii) reiterar la responsabilidad de los estados en la garantía del acceso universal a la educación pública, la cobertura universal de salud, servicios de cuidados y servicios energéticos, entre otros servicios públicos; (iv) fortalecer el deber de crear un entorno propicio para que los estados puedan ampliar la movilización de recursos internos, incluso a través de la fijación de impuestos a los superricos y las grandes corporaciones; y (v) amplificar las voces de las personas y comunidades de todo el mundo, garantizando la participación real y efectiva de las organizaciones de la sociedad civil, en particular aquellas que representan los intereses de los grupos más desventajados.
Enfrentados al punto de inflexión que decidirá el futuro de las personas y del planeta, la pregunta que se mantiene es: ¿respaldarán los estados la captura corporativa del futuro, u optarán por responder a las demandas de las personas mediante la prestación de servicios públicos universales y de calidad?
La respuesta, aún está por verse.
Magdalena Sepúlveda Carmona, Directora Adjunta de la Iniciativa Global por los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (GI-ESCR), antigua Relatora de Naciones Unidas sobre la Extrema Pobreza y Los Derechos Humanos. Valentina Contreras Orrego, Oficial de Programa de la Iniciativa Global por los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (GI-ESCR)
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