El agua como principio ético de vida - Mexico Social

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El agua como principio ético de vida

Cada 22 de marzo se conmemora el Día Mundial del Agua, una fecha que debe recordarnos el hecho de que, en México, hay millones de personas que padecen la insuficiencia o el acceso limitado al vital líquido; que viven rodeadas de tierras agrietadas por la ausencia de lluvia y que observan impotentes cómo se desvanecen los últimos espejos de agua dulce. En el caso mexicano, esta efeméride representa una oportunidad para alzar la voz, no solo en defensa de los ecosistemas, sino para colocar en el centro del debate una verdad que se diluye entre los tubos rotos y las sequías prolongadas: el agua, además de un recurso natural, es la condición básica de la vida, el fundamento de toda justicia ambiental y social.


Escrito por:   Mario Luis Fuentes

México vive hoy una paradoja de dimensiones éticas y políticas. En el sur-sureste del país —región que alberga la mayor parte de las reservas de agua dulce— es donde menor cobertura del servicio de agua potable existe. Chiapas, Oaxaca y Tabasco, estados pródigos en ríos, lluvia y biodiversidad, presentan porcentajes de acceso al agua en los hogares muy por debajo de los promedios nacionales. Mientras que el agua fluye en la naturaleza, se niega en los grifos de las viviendas. Esta contradicción no es técnica, es estructural. Refleja un modelo de desarrollo centrado en la extracción y el despojo, que ha marginado sistemáticamente a comunidades indígenas y rurales, condenándolas a la sed entre manantiales.

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Al otro extremo, en las zonas urbanas del centro y norte del país, donde se cuenta con acceso más extendido al servicio, la calidad del agua deja mucho que desear. La población de clases medias o de más altos ingresos, sobre todo en grandes zonas metropolitanas, se ve obligada a consumir agua embotellada ante el riesgo de enfermedades gastrointestinales por la mala calidad del líquido; y, por otro lado, las poblaciones más empobrecidas o marginadas dependen de servicios de pipas y surtimiento inapropiado. El derecho humano al agua, consagrado en el artículo 4° de la Constitución mexicana, se reduce a una promesa incumplida para millones.

El problema no es sólo la distribución desigual. La infraestructura hidráulica del país es vieja, obsoleta y olvidada. Las tuberías que conducen el agua potable en la mayoría de las ciudades tienen décadas sin ser sustituidas, provocando una constante “hemorragia hídrica”. De acuerdo con estimaciones oficiales, hasta el 60% del agua que se transporta se pierde por fugas.

Los organismos operadores del agua en el país, tecnológicamente rezagados y muchas veces infiltrados por intereses privados, han sido incapaces de resolver la crisis. No hay una política nacional para la modernización integral de redes hidráulicas, ni un plan de inversión pública sostenible en esta materia. Así, cada gota que se pierde en el asfalto es también una pérdida de dignidad, un acto de negligencia pública que erosiona la confianza y deteriora aún más los ecosistemas.

A lo anterior se suma un fenómeno criminal que ha sido insuficientemente visibilizado: el huachicol del agua. Se trata del robo sistemático de agua mediante tomas clandestinas, manipulación de medidores y desvío de caudales, en muchas ocasiones con la complicidad o la indiferencia de las autoridades. Este delito, además de representar una afrenta a la legalidad, es un crimen ético, pues niega el derecho de muchos para beneficiar a unos pocos.

Pero incluso el saqueo “legal” -a través de concesiones generosas a empresas lecheras, cerveceras y refresqueras- constituye una forma de despojo institucionalizado. Hay industrias, intensivas en consumo de agua, que operan muchas veces en zonas con estrés hídrico, agotando mantos acuíferos y dejando tras de sí tierras áridas y comunidades con sed. El modelo económico dominante -depredador, utilitarista y basado en la sobreexplotación- se enfrenta al límite biofísico de la naturaleza: la escasez irreversible del agua.

México es adicionalmente testigo de un proceso silencioso pero devastador: la desertificación avanza, los lagos se secan, los humedales desaparecen y los glaciares que alguna vez coronaban sus montañas están por extinguirse. En menos de una década, el país ha perdido buena parte del volumen glaciar en el Iztaccíhuatl, el Popocatépetl y el Pico de Orizaba. Los lagos de Cuitzeo, Chapala y Pátzcuaro agonizan, convertidos en vastos llanos de tierra agrietada.

Estos procesos no son meramente climáticos: son sociales. Porque cada metro cúbico de agua perdido, cada hectárea desertificada, cada ecosistema dañado, implica también pérdida de medios de vida, migración forzada, inseguridad alimentaria y aumento del conflicto social.

El país acumula ya dos años consecutivos con sequías severas. Las presas, que alguna vez fueron símbolo del progreso hidráulico nacional, hoy están al borde del colapso. Algunas, como La Boca o El Cuchillo en Nuevo León, han rozado ya el umbral del “día cero”: el momento en que no queda una sola gota para abastecer a la población. La sed se ha vuelto crónica. Y lo peor: la política pública parece no entender la gravedad y urgencia del momento.

No es posible pensar en una política del agua sin integrar la lucha contra el cambio climático. No es posible pensar en seguridad nacional sin garantizar el acceso equitativo y sustentable al agua. La gobernanza del agua debe estar al centro de cualquier proyecto de nación, no como un tema técnico, sino como una estrategia de justicia social, de soberanía ambiental y de viabilidad democrática.

El derecho al agua no puede depender del código postal. No puede estar supeditado al poder económico ni a la capacidad de pago. Necesitamos un nuevo pacto hídrico nacional que garantice el acceso universal, que invierta en infraestructura, que proteja los ecosistemas y que castigue sin ambigüedad el saqueo. El agua debe dejar de ser una mercancía para volverse lo que siempre fue: un bien común y un derecho insustituible.

Cuidar el agua es, en última instancia, un imperativo ético. El agua no es sólo para el ser humano: es para todas las formas de vida que comparten este planeta. Y mientras no aprendamos a vivir con respeto por esa interdependencia vital e indisoluble, seguiremos avanzando hacia nuestra propia autodestrucción.

El Día Mundial del Agua es una fecha para asumir compromisos radicales. El acceso efectivo al agua, en tanto que derecho humano, es un deber irrenunciable para el Estado y por ello se requiere de una política de Estado en la materia. Cuidarla es cuidar la vida. Y sólo habrá justicia social cuando haya justicia hídrica. Porque sin agua, no hay presente ni mañana posibles.

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Investigador del PUED-UNAM

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