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Alinear la reforma eléctrica a la transición energética

La reforma constitucional sobre la energía eléctrica tiene implicaciones muy diversas, y una de ellas se refiere al cambio de la matriz energética y a la acción climática, componentes clave de la lucha contra la crisis ambiental y de la búsqueda de nuevos horizontes de desarrollo. En estas dimensiones, la propuesta deja más dudas que certezas y vislumbra una ruta muy incierta.

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En su exposición de motivos la iniciativa refiere que se reconoce la necesidad de establecer la transición energética, y que hay conciencia de la necesidad de contribuir a la mitigación de las emisiones de gases de efecto invernadero. No deja de llamar la atención que se hable de “establecer”, que significa nada más y nada menos que fundar o instituir, y que remite a ordenar, mandar y decretar, como si se tratara de un proceso fundador y enteramente nuevo.

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Si la transición energética se entiende en la iniciativa como un acto fundador, empieza más con medidas derogatorias que con acciones creadoras. Es más lo que demuele que lo que construye. Para comenzar, formaliza la eliminación de los certificados de energía limpia (CEL), que fueron generados en la Ley de la Industria Eléctrica de 2014, como títulos para acreditar y estimular la producción de electricidad a partir energías limpias.

Al ser intercambiables, estos certificados son una pieza muy importante de la compensación y reducción de emisiones, y en esa dirección se enfilaban, para operar una de las estrategias más relevantes de la acción climática, que son los mercados de carbono, y que, por cierto, están en el centro de las discusiones de la próxima Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Cambio Climático. De entrada, la iniciativa de reforma constitucional suprime un instrumento alineado con el Acuerdo de París y que forma parte de las iniciativas que la mayoría de los países está tratando de aplicar.

La exposición de motivos de la iniciativa sostiene que los certificados de energía limpia no son más que un “negocio otorgado a los privados”, y que significan una carga como subsidio de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y del pueblo en beneficio de las empresas. En 2019 se cambiaron las reglas de los CEL para que la CFE pudiera acreditarlos con las hidroeléctricas o con la planta nuclear de Laguna Verde, lo que alteraba el sentido original de los certificados y ponía en riesgo las metas de producción de energía renovable. Ahora los CEL quedarían eliminados.

La contribución mexicana a la mitigación del cambio climático ya estaba en entredicho desde antes de la iniciativa para la reforma eléctrica, y quedaría todavía más en duda si es aprobada. En 2020 nuestro país tenía que presentar nuevos y más estrictas metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, actualizando los adoptados en 2015, cuando se aprobó el Acuerdo de París. No estuvimos a la altura de los compromisos, en particular en el sector eléctrico.

Según la Iniciativa Climática Mexicana https://bit.ly/3ByjZfC el compromiso de reducción de emisiones en el sector eléctrico es casi un 30 por ciento inferior a la meta a la que se debería aspirar para estar a la altura del Acuerdo de París. Por su parte, las propias metas nacionales de alcanzar un 35 por ciento de energías limpias en la generación de electricidad en 2025 están en entredicho. El actual Programa de Desarrollo del Sistema Eléctrico Nacional (Podesen), aprobado en 2020, de hecho ya está frenando las nuevas fuentes de producción de renovables.

Además, los planes de expansión de la producción de petrolíferos y de refinados, y el aumento del consumo de combustóleo, está incrementando las emisiones de bióxido de carbono y de otros contaminantes que afectan a la salud humana y a los ecosistemas. Otras medidas, como las restricciones que de hecho están ocurriendo en la producción de energía distribuida o de pequeña escala, por ejemplo con paneles solares, están limitando el crecimiento de alternativas que se estaban consolidando en el cambio de la matriz energética.

La reforma al artículo 27 constitucional propone que el Estado “queda a cargo” de la transición energética, y en la modificación al artículo 28 se plantea que sea la CFE la que “estará a cargo” de la ejecución de dicha transición “en materia de electricidad, así como de las actividades necesarias para esta”. Se trata de una idea no solo centralista sin excluyente de un proceso que por definición debe ser incluyente y descentralizado. La transición energética, aun cuando se limite a la electricidad, involucra a una gran diversidad de actores sociales y productivos.

Hay una gran diferencia entre “quedar a cargo” o “ejecutar” y tener la rectoría estatal de una actividad. Esta distinción no es meramente nominal, puede ser crucial en el despliegue que tenga la transición energética, que demandará innovaciones, inversiones y la intervención directa de muchos sectores y grupos. Buena parte del mundo se está moviendo hacia economías neutras en carbono hacia mediados del siglo, y las energías renovables son el corazón de la ruta. Hasta ahora México no ha formulado un compromiso hacia esa meta, una de las más ambiciosas que se hayan acometido nunca en el mundo.

Pero no se trata solo de una incertidumbre en la sustentabilidad, sino en el desarrollo mismo, sobre todo el social. Es un hecho que la demanda de energía eléctrica despuntará si la economía se acelera, y la única forma de compensar un efecto ambiental negativo de ese repunte es diversificar agresivamente la matriz energética, con una proporción creciente de la energía renovable, que apenas estaba empezando a aumentar en años recientes por las inversiones en fuentes solares y eólicas.

En el Prodesen se dice que la demanda de electricidad puede crecer entre 2.4 y 3.3 por ciento anual de 2020 a 2035, lo que significa aumentar casi 50 por ciento la generación. Es un reto muy fuerte, sobre todo si, como habrá que hacerlo, ese aumento se da en línea hacia una sociedad neutral en carbono, abasteciendo bien a todas las regiones y a consumos que crecerán muy aceleradamente, como los vehículos eléctricos, cuya demanda se podría multiplicar por 40 de ahora a 2035, si no es que más.

La seguridad energética tendrá dos rasgos fundamentales en electricidad: la suficiencia y continuidad en el abasto para todos a precios adecuados, y su calidad ambiental. Cumplir los dos rasgos puede hacerse con diversas configuraciones de la relación entre lo público y lo privado, con una fuerte capacidad rectora y reguladora del estado.

El diagnóstico de la exposición de motivos de la iniciativa es más victimista que objetivo, se ancla más en una visión centralista del Estado que en la complejidad del cambio que está ocurriendo aquí y en el mundo entero alrededor de la transición energética. Es un tema que no puede resolverse bajo presión y sin una deliberación bien informada y documentada.

En el centro de la reforma habría que poner no la preponderancia, el control centralizado o la propiedad, sino una rectoría estatal pensada desde la seguridad moderada por la transición energética, la mitigación de emisiones, la economía neutra en carbono para mediados del siglo, el cambio de patrones de consumo energético y  la innovación tecnológica requerida para lograrlo. Una reforma eléctrica muy diferente.

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