La noticia relativa a que el obispo de Guerrero, Salvador Rangel, ha llevado a cabo un conjunto de “pactos” para evitar que más sacerdotes o miembros de la Iglesia católica en esa región sean asesinados o víctimas de la violencia, pone en tela de juicio a las autoridades civiles en su capacidad para garantizar el cumplimiento estricto al Estado de derecho


En entrevista con el diario El País, del 10 de febrero del 2018, sostenía el obispo: “Me he sentado con ellos por separado y estoy tratando de conciliar los diferentes intereses. Cada quien se pelea ciertos lugares, pero para que haya un arreglo tienen que ceder ciertas cosas. Ellos confían en mí”.

Se trata de un fenómeno paradójico porque, en sentido estricto, que un prelado de la Iglesia católica lleve a cabo conversaciones con el crimen organizado, para evitar que “se roben la elección o maten a candidatos”, implica que una estructura “parainstitucional” desarrolla actividades que buscan, al menos por lo declarado por el obispo Rangel, proteger al aparato y mundo institucional en su región.

No es la primera vez que se hace evidente que el Estado ha perdido el control de amplias franjas territoriales: en Michoacán, en Tamaulipas —donde incluso ya fue cancelada una gira presidencial por temor a la inseguridad—, en el llamado “triángulo dorado” entre Chihuahua, Durango y Sinaloa; y ahora también en Guerrero, pareciera que hay, literalmente, pueblos sin ley, y donde quien manda y toma las decisiones más relevantes en la política es el crimen organizado.

Pero en esta ocasión lo insólito del tema es que, ante la ilegalidad, quien plante cara sea la Iglesia católica, la cual, si bien ha desarrollado importantes tareas de pastoral, desarrollo y cohesión comunitaria, también, de manera históricamente consistente, se ha presentado como adversaria abierta, incluso con fuerza bélica, en contra del Estado laico.

¿Qué piensan la y los candidatos a la Presidencia de esta situación? Pero, sobre todo, ¿cómo proponen solucionarla? Porque si algo es inadmisible es que el aparato institucional, en los distintos órdenes y niveles de gobierno, renuncie a su responsabilidad de cumplir y, más todavía, de hacer cumplir la ley en sus territorios.

¿Qué significa un pacto entre dos de los poderes fácticos con mayor presencia y capacidad operativa territorial en el país, aun cuando sus efectos estén delimitados a un ámbito geográfico específico? Y es que no se trata de un cura o un responsable de parroquia; es un obispo, es decir, literalmente, un personaje designado por el Vaticano, pues su nombramiento es otorgado directamente por el Papa.

Estamos frente a la antítesis del orden jurídico mexicano, pues, en el caso de la Iglesia, carece de representatividad popular y, en el caso del crimen organizado, se trata de la mayor amenaza al aparato institucional, pero también al patrimonio y seguridad de las personas y sus familias. ¿Con base en qué entonces estos dos poderes fácticos toman decisiones que, por lo que se ha dicho públicamente, están dirigidas a permitir el desarrollo civilizado de las elecciones?

Como señalan todos los expertos en ciencia política, los vacíos de poder no existen. Y en Guerrero y otros territorios el poder está siendo ejercido, en esos casos, de manera ilegítima, por los grupos de poder que se benefician de la ausencia de la estatalidad y que, de hecho querrían, que las cosas sigan sin modificarse.

Walter Benjamin sostenía que la tarea de una crítica de la violencia era centralmente exponer de manera comprensiva la relación que tiene tanto con el derecho como con la justicia; para el caso mexicano la cuestión es clara: la violencia se ha desbordado porque hay una fractura profunda del Estado de derecho, expresada radicalmente en la desaparición forzada y las fosas clandestinas como fenómeno masivo; y como correlato, en la impunidad como sello y marca de toda la cadena de injusticias que hoy tiene a miles de víctimas en la más absoluta indefensión.

@MarioLFuentes1 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte

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