Nuestros mayores temores han cambiado de tesitura, tono y contenido. En México hoy hay algo más allá del temor frente a los sepulcros, y lo es por partida doble: en primer lugar, porque hoy morir con violencia puede significar mucho más que morir de una “lesión dolosa”, porque hoy se puede, literalmente morir por tortura sádica; y en segundo lugar, porque se acabó para miles la paz de los sepulcros, y es que cada paso que se da sobre muchos caminos, calles o terrenos, puede significar que se está caminando sobre cuerpos o restos humanos.
Los seres humanos somos, lo decía Miguel de Unamuno, “seres guardamuertos”. Se construyeron primero tumbas antes que palacios o templos de adoración a reyes y aparentes dioses. Y eso es precisamente lo que nos diferencia de los animales: que nosotros honramos la memoria y buscamos una morada digna para los que nos dejan.
Pero nuestra realidad es tétrica. Porque miles de muertos no sólo “se marchan”; en sentido estricto nos son arrancados y son arrojados a la tierra como si fuesen mera carne, meros huesos, no historias realizadas, por realizar o por contar. A esos muertos no sólo los aprisiona el silencio, sino el olvido; y por ello el triste mundo de los nombres que ya no hacen eco, porque no hay una morada a la cual ir a depositar no solo flores, sino memoria.
La dignidad humana se encuentra bajo acecho en nuestra tierra; y es que las historias de horror se cuentan por miles. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha documentado, desde el año 2007, el “hallazgo” de más de 1,307 casos de fosas clandestinas en todo el territorio nacional,
En esas fosas han localizado casi 4,000 cadáveres, de los cuales en solo alrededor del 10% ha sido posible determinar su identidad. Se trata de seres humanos que perdieron todo, porque al negárseles el derecho a ser recordados, se les niega la posibilidad del recuerdo; el derecho de sus familias a saber dónde están y sobre todo, el derecho a una justicia que si bien nunca logrará reparar el daño, al menos podría plantearse confortar y acompañar el duelo de los deudos.
Estamos en los linderos de lo inenarrable; porque el legado que estamos dejando a los que vienen es inhumano; ¿cómo decirle a nuestros hijos que deben tener cuidado por dónde pisan, porque la huella que dejan podría estar marcando al cadáver de un “sin nombre”? ¿Cómo decirle a las siguientes generaciones que fuimos capaces de perder el sentido más elemental de la compasión y de la dignidad del bien morir?
Esta dura realidad nos debe llevar a cuestionarnos si es posible construir una política pública apropiada para esto, o si debemos conformarnos con una institucionalidad que al menos intente ser capaz de procesar y de acompañar en la vida en dolor y tristeza que acompañará por siempre a quien es despojado de una hija, de un hijo, de una esposa o de algún ser querido, de quien no se sabe nunca a dónde fue a parar.
No tenemos palabras para describir y mucho menos explicar lo que pasa aquí; menos aún tenemos las instituciones y los protocolos de atención institucional que se requerirían para reaccionar e intervenir frente a una tragedia de esta magnitud.
Debemos asumir que aún estamos a tiempo de hacer algo; de rechazar los niveles de maldad y de sadismo que hoy nos acechan por todas partes; y auténticamente tratar de generar nuevos enfoques, nuevas miradas desde lo público, que nos abran a la posibilidad de entender cómo fue que llegamos a esta barbarie.
¿Cuántas fosas más habrá que encontrar para que esto cambie? ¿Cuántas soledades más habrán de construirse? Estas son preguntas que no caben en una sociedad democrática y de derechos humanos, porque si nos acostumbramos a plantearlas, vamos a seguir andando sobre cadáveres. Y eso es simplemente monstruoso.
Investigador del PUED-UNAM
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