En México no hemos renunciado al culto a la personalidad y al cesarismo en nuestra relación con los gobernantes en turno. No importa si nos referimos a los espacios federal, estatal o municipal. Pero en particular, en lo que se refiere al ejecutivo federal, este fenómeno sigue manifestándose con la misma fortaleza de cuando los novohispanos recibían a los virreyes enviados por la corona española con arcos del triunfo, himnos, misas de Te Deum laudamus, desfiles y corridas de toros. Por cierto, ceremoniales no muy diferentes de los que antes habían rodeado a los tlatoani —“el que habla”— aztecas y a los caciques locales en Mesoamérica. Desde entonces, y por partida doble, somos idólatras del poder, y eso lo entienden bien nuestras élites políticas, sobre todo en el fin de ciclo de cada mandato.
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Ya en tiempos porfirianos y posrevolucionarios, la figura presidencial fue consolidada como el eje rector de la vida política nacional, con base en el modelo presidencialista que ordenaron las constituciones federalistas. Jorge Carpizo describió muy bien cómo ese presidencialismo, con sus “facultades metaconstitucionales”, sirvió de elemento aglutinador en tiempos de división y enfrentamiento entre los grupos de poder o de interés. Hubo cierta racionalidad en su perpetuación dentro de una “dictadura perfecta” como la mexicana, pues el prohombre providencial, el gran taumaturgo, se constituía en el eje alrededor del que giraban los actores antitéticos y las aspiraciones de los grupos corporativizados en el Estado nacional.
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Pero la transición democrática que culminó con la alternancia en la presidencia de la república en el 2000 implicó —al menos en lo formal— un giro de 180 grados en los delicados equilibrios entre esos agentes opuestos. Se requería ahora de canalizar los conflictos por vías institucionales y plenamente formalizadas en el marco de un estado de derecho. El personalismo presidencial se evidenció anacrónico y los sucesivos titulares del ejecutivo debieron aprender nuevas reglas del juego, que marcaron linderos inéditos a su actuación. Parecía que México, por fin, transitaba a su maduración como estado democrático, con instituciones vigorosas que pronto supieron imponer equilibrios y defender los derechos humanos en expansión.
Desgraciadamente estos avances están en un riesgo creciente. El cesarismo, en su vertiente populista, ha regresado montado a hombros del descrédito de los partidos tradicionales. Las viejas élites de izquierda y derecha, reconstituidas en una nueva estafeta partidista bajo un mesianismo providencial reloaded, recogieron la bandera caída del nacionalismo revolucionario para exprimirle sus últimos jugos aspiracionales: las promesas olvidadas de la utopía del colectivismo y la propiedad estatal monopólica. Aspiraciones que la realidad de una economía mundial posmoderna había obligado a replantear.
Es inquietante lo que se avizora para la segunda mitad del sexenio presidencial. Usualmente, los ejecutivos de la posrevolución desplegaban sus afanes reformistas en la primera mitad de su periodo, y la segunda la dedicaban a consolidar, tranquilizar y administrar su sucesión. Las excepciones fueron los gobiernos de Echeverría y López Portillo, que hicieron lo contrario y generaron enormes crisis de fin de sexenio. Mucho me temo que nos dirigimos a un escenario similar. La 4T se ve angustiada porque no ha podido consolidar su contrarreforma y busca acelerar la deconstrucción del orden (neo)liberal.
Se percibe la ansiedad en los afanes de trascendencia de su líder, que ahora se ha atrevido a lanzarse a los escenarios mundiales, como lo hizo Echeverría con su malograda Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados de 1974, y su sueño de presidir la ONU. Mala señal.
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(*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León. riondal@gmail.com – @riondal – FB.com/riondal – https://luismiguelrionda.academia.edu/ – https://rionda.blogspot.com/
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