El Diccionario de la Academia de la Lengua Española define a la voz «anverso», en su segunda acepción, como: «cara en que va impresa la primera página de un pliego»[1]. Pero también es importante decir que, etimológicamente, la palabra proviene del latín inversus (invertido)
Es en ese sentido en el que parece que deben entenderse las aparentes contradicciones que están presentes a lo largo de la obra de Blanchot. Por ejemplo, cuando sostiene que: «en la medida en que escribir es arrancarse a la imposibilidad, en que escribir se vuelve posible, escribir asume entonces los caracteres de la exigencia de leer, y el escritor es ya la intimidad naciente del lector, aun infinitamente futuro»[2].
No hay contradicción lógica en este pensar, y es que en nuestro autor no hay preeminencia de un ámbito del lenguaje sobre otro: es decir, no se busca que sea la argumentación sustentada en las estrictas reglas que propone para la semiótica un Peirce la que guíe la construcción del texto, sino antes bien que el texto sea consistente con la lógica que le hace posible.
Y es que, como lo sostiene en la que es considerada quizá su principal novela, «la verdad es difícil de reconocer». Es más, en voz de uno de sus personajes sostiene: «si he escrito novelas, las novelas surgieron cuando las palabras empezaban a retroceder ante la verdad. Yo no le tengo miedo a la verdad. No temo confesar un secreto»[3]. En su obra, la verdad se escribe con minúsculas, porque no es esa dura y pesada loza que se busca arrancar con desesperación al mundo exterior, sino una inasible estructura simbólica que nos rodea, que nos circunda y que nos determina en nuestras decisiones más vitales.
Desde esta concepción del mundo es desde donde piensa al poder y, frente a éste, a la figura del autor, del intelectual que se pronuncia en torno a las cosas públicas y frente a las cuales está obligado —cuando lo es auténticamente— a asumir una posición definitiva, a prácticamente cualquier costo.
¿Pero qué es la realidad, o, mejor dicho, a cuál realidad se refiere Blanchot? Al respecto, sostiene: «el arte es real en la obra. La obra es real en el mundo porque en él se realiza (de acuerdo con él, aun en la conmoción y la ruptura), porque ayuda a su realización, y sólo tiene sentido, sólo tendrá reposo en el mundo donde el hombre será por excelencia»[4].
Esta definición es relevante porque se opone, literalmente, a la concepción del arte y la obra de Heidegger, tanto en visión como en estilo y forma de expresión. Blanchot parece, en buena parte de su obra, definirse por oposiciones. Dice Heidegger sobre la obra: «en la obra está en operación la verdad, no solamente una verdad. El cuadro que nos muestra los zapatos de campesino, la poesía que habla de la fuente romana… permiten acontecer a la desocultación como tal en relación con el ente en su totalidad»[5].
Entiéndase: en Blanchot la verdad es difícil de reconocer; en Heidegger, la verdad es una construcción desocultante. No hay posibilidad de reconciliación; se trata de una antítesis absoluta que permite a Blanchot marcar distancia: jamás hay que utilizar al lenguaje, al método del habla, a sus estructuras más profundas, para estar cerca del poder.
Por ello, cuando Blanchot plantea el tema del poder y del artista frente al poder, asume una postura del estilo: hay que hacer todo lo necesario, hay que rehuir a cualquier alternativa y asumir todos los riesgos necesarios para no dar la espalda a la Justicia, escrita así, con mayúscula.
Sostendrá el autor: «esto es para mí la responsabilidad más grave: la corrupción de la escritura, el abuso, el enmascaramiento y la perversión del lenguaje. Sobre todo esto recaerá siempre una sospecha»[6]. ¿Se observa? Hay un lenguaje que confronta directamente al de Heidegger, de quien denuncia y ante quien reclama su justificación al haber aceptado el rectorado en Friburgo: «en el movimiento que llegaba al poder vi, entonces, la posibilidad de unir y renovar interiormente al pueblo y una vía para encontrar su destino en la historia de Occidente» (¿cómo podía ver eso en un movimiento que no tenía otra pretensión que la de identificar a pueblo y raza, ni otro programa que el de asegurar el predominio de una pretendida raza ario-germana, eliminando a todos aquellos que parecían no pertenecer a ella, empezando por los judíos?)[7].
Así planteado, el intelectual es quien toma partido. Heidegger lo tomó. ¿Cómo distinguir entonces a un simple intelectual, como lo pensaría Blanchot, del intelectual genuino? La respuesta nunca la da de manera explícita, pero sí traza una línea infranqueable: el intelectual es el que compromete todo a favor de la justicia.
Y en ese debate, en la identificación del quién es quién, Blanchot pone en las antípodas a Valery y a Sartre. El primero, comprometido con los partidarios de la acusación a Dreyfus; el segundo, poniendo límites siempre, dudando de todo y rechazando todo. Zolá encarna también la capacidad de acusar, pero del lado de la justicia, de la libertad, aun sabiendo que ésta llegará, quizá, sólo en un futuro distante.
«El intelectual conoce sus límites, acepta pertenecer al reino animal del espíritu, pero es incrédulo, duda, asiente cuando hace falta, no aclama… Lo que no quiere decir que él no toma partido; al contrario, habiendo decidido de acuerdo con el pensamiento que le parece tener mayor importancia, habiendo sopesado los pros y los contras, se convierte en un obstinado infatigable, pues no hay valor mayor que el valor del pensamiento»[8].
El intelectual no es un teórico puro, o un puro teórico; agita, incita, reclama, se opone. Pero siempre, una y otra vez se repite en Blanchot, de lado de la justicia, a la que entiende como no existente en sí misma: la justicia en sí no existe. Y para ejemplificarlo (que no para demostrarlo), recurre una vez más a Dreyfus en su defensa: «mi vida pertenece a mi país, pero mi honor no le pertenece. Dicho de otro modo, quizá le faltó el sentido de la dialéctica que dice que la falsificación es necesaria a la verdad, el error uno de los momentos de la revelación de la sabiduría, y que la justicia siempre es relativa en relación con el futuro de su absoluto»[9].
Es el tipo de pensamiento que Blanchot encuentra en Sade y en Lautréamont: un pensamiento en el límite, desbordado y dirigido a la mayor de las rupturas. El intelectual vive en los extremos de la lucidez absoluta y las espesas tinieblas. Se trata de una conciencia que sabe todo, y que aun sin saber a dónde va, arriesga lo que es en todas sus aperturas y posibilidades en defensa de la justicia.
Esa defensa del mundo y la realidad es que la permite una escapatoria a la visión que propone Heidegger de la totalidad. Afirmación positiva del espíritu, acusará Blanchot, frente a la cual, el intelectual debe negarse: «este poder por el que me afirmo negando el ser sólo es real, sin embargo, en la comunidad de todos, en el movimiento común del trabajo y del trabajo del tiempo»[10].
Es difícil encontrar una mayor oposición al pensamiento heideggeriano: no se es-para-la-muerte, se es siendo con los otros, replicará Blanchot. Ése parece ser entonces el poder del intelectual, planteado frente a los poderes fácticos, reales e históricos que intentan suspender todas las libertades.
Porque a eso lleva el poder (y más aún cuando es poder político), al Estado de guerra, el cual no atenta contra la libertad, pues su propósito es suspender todas las libertades. Por ello afirma el autor: «cuando soy, soy al nivel del mundo, allí donde también son las cosas y los seres, el ser está profundamente disimulado (es así como Heidegger nos invita a recoger este pensamiento)»[11].
Lo que exige, pues, Blanchot del intelectual frente al poder, es no rendirse. Es escribir siempre, pero también hablar públicamente, bajo el imperativo categórico replanteado por Adorno: piensa y actúa de tal manera que Auschwitz no se repita jamás. «Desde que se les llama así, los intelectuales no han hecho otra cosa que dejar momentáneamente de ser lo que eran (escritor, científico, artista) para responder a unas exigencias morales oscuras e imperiosas a la vez, puesto que eran de justicia y libertad».
El escritor, el intelectual en general, debe ser entendido entonces como un agente contra la injusticia del poder, pero una específica, tangible, porque en su especificidad es que logra escribir, decir y actuar en contra de la injusticia absoluta que se despliega en el aquí y el ahora de la historia.
El escritor, el artista, el científico que actúa como intelectual, actúa a la manera de ser «un poco la conciencia de todos». En las búsquedas que hace de algunos autores, Blanchot encuentra senderos de respuesta a las propias. ¿Cómo morir una muerte justa?, parece ser el objetivo final de su pensamiento, pues al pensar, por ejemplo, en Rilke, desvía la mirada para posarla en la posibilidad de ligar la palabra muerte con la palabra autenticidad.
Todo el mundo de Blanchot es palabra inversa; anverso de los signos que son asumidos como verdaderos, en un mundo en el que, vale insistir, la verdad es difícil de reconocer. Autoría y dominio se resuelven entonces en la crítica: «ese espacio de resonancia en el cual un instante se transforma y la realidad, indefinida, de la obra, se circunscribe en palabra. Y así, por el hecho de que modesta y obstinadamente pretenda no ser nada, he aquí que se entrega, sin distinguirse de ella, a la palabra creadora, de la cual sería como la actualización necesaria para hablar metafóricamente, la epifanía»[12].
[1] http://dle.rae.es/?id=30HLHxR
[2] Blanchot, Maurice, El espacio literiario, Paidós, quinta impresión, , p. 188. España, 1ª edición (1992).
[3] Véase: Blanchot, La sentencia de muerte, editorial Pre-textos, 2ª edición, España, 2002.
[4] Blanchot, Maurice, El espacio literario, op cit, p.200.
[5] Heidegger, Martin, Arte y Poesía, FCE, México, 1998, p. 90.
[6] Blanchot, Maurice, Los intelectuales en cuestión, (esbozo de reflexión), editorial Tecnos, España, 2010, p.54.
[7] Ibidem, p. 55.
[8] Ibidem, p. 58.
[9] Ibidem, pp. 68-69.
[10] Blanchot, el espacio literario, op cit, p. 239.
[11] Idem.
[12] Blanchot, Maurice, Lautréamont y Sade, FCE, México, 2014.
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