En la primera ola del Covid-19 vivimos una verdadera disrupción de las actividades colectivas, y desde entonces empezó la reflexión sobre los cambios que deberíamos buscar para que en el futuro las pandemias no causaran tantos padecimientos y muertes. Estamos en la tercera de las olas, y hacemos como si fuera la última y ya no necesitáramos cambio alguno.
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El ímpetu de la discusión inicial se fue perdiendo, quizá por la urgencia de recuperar el ritmo de las actividades cotidianas, quizá por fatiga o por las propias dificultades para cambiar tan pronto nuestras rutinas y pautas de vida, de las individuales a las colectivas. La nueva normalidad pasó a ser una frase más, una muletilla, y ahora estamos embarcados en una desordenada transición que tiene un destino confuso.
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Se entendía, o más bien se intuía, que muchas prácticas sociales tendrían que cambiar, en la educación, la salud, el transporte y la movilidad, el trabajo, el esparcimiento, la convivencia y tantas otras. Las medidas iniciales de protección fueron asumidas como temporales, y, a medida que transcurre la pandemia, lo que predomina es el impulso por abandonar las precauciones, no por consolidar las formas colectivas de protección o los autocuidados.
Hay urgencias por superar tanta incertidumbre, sobre todo para quienes inevitablemente tienen que exponerse y no pueden resguardarse y trabajar o estudiar en casa, pero en el camino se relativiza el riesgo y el cansancio favorece un prematuro olvido de los peligros de la pandemia.
Como todo indica que a pesar de la vacunación tendremos Covid para rato, todavía es necesario que nos preguntemos qué tenemos que cambiar para enfrentar mejor futuras olas de esta pandemia o de otras amenazas que pueden surgir. Aquí está una primera tarea: pensar en las implicaciones de los riesgos, entenderlos mejor, estudiarlos sistemáticamente, tomarnos en serio el conocimiento de nuestras vulnerabilidades, sabiendo que las incertidumbres no son lo extraordinario sino lo común, pero asumiendo que aun así es necesario aprender a protegernos mejor.
Para esta primera tarea hay muchas lecciones aprendidas, desde perspectivas y tradiciones muy diversas, hay grupos de trabajo entrenados, con herramientas probadas para poner en práctica la prevención. Es cierto que la experiencia de la pandemia rebasa con mucho los escenarios convencionales de los episodios críticos de la gestión del riesgo, pero justo por ello lo que se impone es hacernos cargo de tanta vulnerabilidad como la que hemos exhibido estos dos años.
De aquí se deriva una segunda tarea: nos urge emprender ejercicios colectivos para identificar mejor los quehaceres nacionales, de las ciudades, de las regiones y los estados, de los procesos que están emergiendo, por ejemplo en la economía, los territorios, la demografía, el ambiente. Y, también, claro, de las añejas dificultades que no por viejas encuentran solución. ¿Cómo emprender esto, con tantas urgencias encima, con tantos problemas del día a día?
Quizá una vía útil para pensar mejor nuestras rutas de acción sea conocer mejor las debilidades que exhibimos en la pandemia, o, mejor dicho, sistematizar el conocimiento generado en tantas dimensiones como las que tiene la crisis que seguimos viviendo. Se puede decir que ya hay mucho diagnosticado, y es probable que así sea, pero también podría decirse que como sociedad quizá no hayamos asimilado las lecciones ni aprendido de las decisiones exitosas que se están tomando en otros países. Esto tiene sentido sobre todo para identificar prioridades y rutas de acción para los próximos años.
Identificar mejor nuestras vulnerabilidades y riesgos, y emprender ejercicios colectivos de reflexión sobre las urgencias, son tareas que no solo deberían interesar a la academia y la investigación, sino sobre todo a la acción gubernamental y la política. Lo contrario sería pensar que las políticas actuales y sus programas son suficientes, que no requieren cambios y ni siquiera ajustes. Y me hago cargo de que eso es justamente lo que domina el pensamiento gubernamental, y que, en consecuencia, no hace falta discutir prioridades ni tareas, y, además, que por ello no hay la menor disposición al debate público.
Vuelvo a lo dicho: estamos en la tercera ola del Covid y se hace como si no se requiriera cambio alguno, a pesar de que nos sigue pasando por encima la peor crisis en casi un siglo, en lo económico y en lo sanitario. ¿Cuál nueva normalidad? Ninguna.
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