La extraordinaria capacidad de expansión geográfica del virus actual nos deja con pocas armas de defensa al carecer aún de antivirales específicos o vacunas preventivas. La principal es nuestra propia capacidad de aislarnos y romper con las cadenas de trasmisión del contagio.
Por: Luis Miguel Rionda (@riondal)
La crisis sanitaria que está provocando el COVID-19 tiene alcances mundiales y una velocidad de propagación que ha batido récords frente a sus antecesores epidémicos. El virus se ha colgado de los usuarios de los transportes veloces de hoy: barcos, aviones, ferrocarriles y vehículos carreteros, que en cuestión de horas son capaces de conducir a una persona a cualquier lugar de su preferencia.
Así sucedió con los mexicanos adinerados que viajaron en marzo a Vail y a Aspen, en Colorado, a esquiar; allá se contagiaron del bicho y lo trajeron consigo a México. Varios de ellos han muerto. Lo mismo les ha sucedido a varios paisanos que viajaron a China, España, Reino Unido, Italia y otros países. Así se inició la trasmisión que hoy es comunitaria y nos la trasmitimos de mexicano a mexicano.
Hoy nos batimos ante un enemigo tan invisible como imprevisible, que viaja rápido y ataca presto a las personas maduras y a quienes tienen padecimientos crónicos o debilitantes. Es una guadaña “mataviejitos”. Esto quiere decir que la amenaza se cierne sobre lo más valioso que tenemos: nuestro capital humano ya formado y con experiencia de vida. Las “cabecitas blancas” —incluyéndome— somos el reservorio de la sapiencia nacional, en un país de jóvenes no preparados que con frecuencia optan por la vía fácil y rápida de la delincuencia y el hampa.
La globalización nos está pasando una pesada factura. Hasta el siglo XIX, las pandemias se limitaban a ciertas áreas geográficas delimitadas por accidentes de la geografía que se convertían en infranqueables: un océano, una cordillera, un desierto… Así sucedió con las grandes pestes de la humanidad, incluyendo las terribles plagas de la edad media o las que diezmaron a la población americana en los siglos de la colonia. La primera calamidad con alcances globales fue la influenza española —que en realidad fue francesa— de 1917-1918, cuya expansión fue catapultada por la primera guerra mundial y los flujos de población intercontinental que provocó. En México “la gripe” cobró tantas vidas como la violencia revolucionaria.
La extraordinaria capacidad de expansión geográfica del virus actual nos deja con pocas armas de defensa al carecer aún de antivirales específicos o vacunas preventivas. La principal es nuestra propia capacidad de aislarnos y romper con las cadenas de trasmisión del contagio. Dejar que el bicho se ahogue en su soledad.
Por eso buena parte de la humanidad se ha detenido, rompiendo su cotidianidad. Nos hemos engarrotado y encerrado en nuestros hogares, en busca de detener la infección. Muchos países, en particular los que cuentan con una amplia cultura ciudadana, lo han hecho con singular éxito, como China, Japón, Corea los países nórdicos, Oceanía, Malasia y otros. Otros, como los latinoamericanos, nos negamos a renunciar a la calle, a la pachanga, a la vida social, y rompemos con lo ordenado por nuestras autoridades sanitarias. Nos resistimos a aceptar la existencia de algo que no vemos, y jugamos alegremente con una ruleta que no conocemos.
En mi barrio, Mellado en Guanajuato, somos dos tipos de vecinos: los fifís “de abajo” y los proles “de arriba” —habitamos en un cerro—. Los primeros nos hemos encerrado desde hace tres semanas, y no salimos más que para abastecimiento. Los segundos siguen laborando y saliendo sin cambio alguno, pues si no chambean no comen. Mineros, obreros, albañiles, taxistas, comerciantes y demás no tienen mucha chance de sobrevivir un encierro. Se están exponiendo debido a una imposibilidad socioeconómica, y serán los que más sufran en caso de contagio. Para ellos no hay programas de apoyo ni seguro de desempleo.
A quien no justifico es a la chamacada ociosa de siempre, que se la vive en la calle, jugando con la moto desvencijada o molestando a las muchachas al calor —o el frío— de las cervezas. Ellos, aunque enfermen, no serán clientes de la parca. Helas.
Luis Miguel Rionda es antropólogo social, consejero electoral del Instituto Electoral del Estado de Guanajuato y profesor ad honorem de la Universidad de Guanajuato.
luis@rionda.net | www.luis.rionda.net | rionda.blogspot.com | Twitter: @riondal
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