A dos años de iniciada la pandemia siguen documentándose la persistencia y la profundidad de sus impactos sociales y económicos. Nos encontramos todavía en una ola que si bien ya está en descenso, y por fortuna presenta tasas más bajas de mortalidad, sigue teniendo altos costos y está agravando las dificultades de una recuperación que ya desde mediados del año pasado empezó a desacelerarse.
Escribe: Enrique Provencio Durazo
Recientemente se dio a conocer el décimo levantamiento de la encuesta Encovid-19, que da seguimiento a los efectos de la pandemia en el bienestar de los hogares, analizada ya por Fernando Cortés en México Social https://www.mexicosocial.org/encovid-y-economia-familiar/
Gracias a este formidable proyecto, impulsado por Graciela Teruel en la Universidad Iberoamericana, y en el que ahora participa el Programa Universitario de Estudios del Desarrollo de la UNAM, se dispone de información continua muy valiosa para conocer más sobre las consecuencias sociales de la crisis sanitaria y económica que seguimos viviendo.
La nueva entrega de la Encovid-19 muestra que se viene consolidando un horizonte de condiciones críticas prolongadas, un estado crónico de dificultades que están configurando una marca generacional, no solo por las consecuencias sobre la salud y la mortalidad, sino también por los impactos en la educación y en otros rasgos de precariedad social.
La respuesta de las políticas públicas ante los efectos persistentes de la crisis de la pandemia sigue manifestando sus insuficiencias, que ya a estas alturas también son crónicas. Sus limitaciones tienen relación no solo con el estancamiento en las coberturas de los programas sociales o las ayudas de emergencia, que no crecen desde mediados de 2020, sino también con la incapacidad de estructurar una estrategia que permita recuperar el aliento y reconstruir las capacidades económicas y sociales dañadas, y que ya manifestaban debilidades desde antes de la pandemia.
Las limitaciones o la ausencia de los programas de apoyo ante la emergencia inicial y las sucesivas oleadas de la pandemia, han provocado que las familias tengan que echar mano de su propio y menguado patrimonio, lo que a la postre puede estar significando la pérdida de su capacidad de ahorro y respuesta ante nuevas dificultades, y, además, una menor solvencia para emprender iniciativas que fortalezcan su economía, así sea en la informalidad o en el autoempleo.
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Además de acudir a préstamos, postergar pagos y vender o empeñar sus bienes para enfrentar las dificultades, muchas personas han tenido que acudir a una medida de último recurso: echar mano de sus fondos en el Sistema de Ahorro para el Retiro (SAR). Es una acción extrema porque significa, ni más ni menos, que tratar de resolver a medias un mal presente a costa del futuro, pues sacar ahora los ahorros significará una menor pensión. Reponerlos después con nuevos aportes será difícil, pues pocas personas realizan depósitos adicionales en sus cuentas.
El número de quienes solicitaron retiros por desempleo en el SAR dio un gran salto en 2020, comparando con años previos (ver gráfica 1). Si se miran los datos por mes, el brinco ocurrió justo entre junio y octubre del primer año de la pandemia. Si la emergencia hubiera pasado, ya para 2021 menos personas habrían acudido a esta medida desesperada de sacrificar sus pensiones, pero no fue así, pues el segundo año de la pandemia los solicitantes de retiros por desempleo siguieron aumentando.
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Con esto no solo se compromete el futuro, sino que también se debilita la capacidad actual de la economía familiar. Según la Encuesta Nacional sobre las Finanzas de los Hogares 2019, de INEGI y Banco de México https://bit.ly/369tCa9 , del total de activos financieros, el 78 por ciento corresponde a los ahorros para el retiro, pues los fondos y depósitos, y los ahorros tanto formales como informales, son muy bajos para la mayor parte de la población. Dicho de otro modo, acudir a retiros por desempleo en el SAR también descapitaliza desde ahora a los hogares, a esto se suma la venta o empeño de bienes, a lo que estaban recurriendo casi una tercera parte de los hogares de menores ingresos en octubre de 2021, como lo documenta la Encovid-19.
Lo que obtuvieron en promedio quienes solicitaron retiros por desempleo en 2020, en esos meses aciagos de la crisis, fueron $11,703 (ver gráfica 2). ¿Esta cantidad sacaba de apuros a una familia en 2020? Sin duda. No resolvía todas las dificultades, pero salvaba las urgencias. Hay que tener en cuenta que solo al 13 por ciento de la población mayor de 18 años le queda algo de ingresos para ahorrar, y que al resto solo le alcanza para lo necesario o ni siquiera para eso https://bit.ly/369tCa9 .
¿Cuánto hubiera costado un apoyo a todas esas personas que como estrategia de sobrevivencia tuvieron que sacrificar pensiones futuras? Si se considera solo lo que retiraron de sus fondos en el SAR, por arriba de las cantidades de los cuatro años previos, se hubieran requerido poco menos de 25 mil millones de pesos en 2020 y 2021. Eso hubiera costado un programa de emergencia para que las personas trabajadoras no hubieran tenido que acudir a sus ahorros para el futuro los primeros dos años de la pandemia.
Se trata solo de un grupo de personas del sector formal, por supuesto, no de toda la población, y esa cantidad no hubiera cubierto todo lo que se necesitó, pero hubiera ayudado mucho, sin duda. Es solo un ejemplo de que los efectos de la crisis no solo se siguen viviendo en el presente, sino que dejarán una marca permanente en muchos hogares, como entre quienes están teniendo que gastar ahora una parte de sus pensiones, y de que eso es evitable sin incurrir en programas públicos tan gravosos. Es también un ejemplo de los costos de la inacción social, y de que para muchas familias sus medidas de emergencia están afectando el bienestar presente y el patrimonio y bienestar futuro.
Frase clave: “El bienestar presente está comprometido”; sin bienestar presente
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