Hay dos agendas de escala global en las que se tiene que incidir definitivamente de manera local: el cambio climático y la protección de la biodiversidad. Lo que está ocurriendo en nuestro planeta es de suma gravedad en lo que respecta a nosotros como especie, pero también a todas las otras especies que integran y forman parte de los ecosistemas en que vivimos.
Frente a estas gigantescas agendas, el primer gran problema que existe, según lo explica el Dr. José Sarukhán -recientemente galardonado con el Premio ONU “Campeones de la Tierra”-, es que los humanos no nos explicamos a nosotros mismos la relevancia de asumirnos como parte de la cadena biológica y como resultado de una larga historia evolutiva que tiene nada menos que 3,500 millones de años.
Es decir, cuando se nos explica qué somos, en las escuelas se ha privilegiado la idea de que somos “seres sociales”, entidades con “vocación comunitaria”, sin embargo, en estas concepciones de la vida, se omite destacar la relevancia de pensarnos, no como los “moldeadores” de la naturaleza, sino como parte de ella; con la diferencia de que, en nuestras decisiones, como producto de la razón, efectivamente estamos en posibilidad de transformar -para bien y para mal-, nuestros entornos.
El cambio climático es un hecho científico, de eso no hay duda, y tampoco la hay de que en esta ocasión los principales generadores de tal afectación a los patrones climáticos somos nosotros, porque decidimos como especie asumir un modelo de desarrollo voraz y salvaje en el que se realiza una de las figuras fáusticas -el fausto desarrollista- descritas en el bello libro de Marshal Berman, titulado “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Otra de las cuestiones sobre las que no hay duda es que el cambio climático tiene efectos devastadores sobre la biodiversidad y que esto, a la par de la depredación que hacemos de miles de especies, está llevándonos a un callejón sin salida que, además, es prácticamente irreversible.
Hemos llegado a tal nivel de barbarie, que hemos generado el proceso de extinción más acelerado de la historia biológica reciente -es decir, los últimos 65 millones de años-. Es cierto que en el juego de la vida algunas especies desaparecen y otras nuevas surgen, pero en este momento nosotros estamos llevando a la desaparición, como producto de la codicia -y de la maldad-, a miles de formas de vida.
Hoy estamos ante el reto de comprender que éste es el único planeta que tenemos, y que esto no es una “verdad de Perogrullo”; antes bien, debe machacarse una y otra vez, porque parece que no se ha comprendido que la inmensa arrogancia humana sólo es comparable a la infinita fragilidad del conjunto de sistemas sobre los que se basan el equilibrio climático y la existencia de la vida.
En este escenario no deja de ser paradójico el hecho de haber enviado hasta ahora numerosas sondas a nuestro sistema solar en busca de vida, particularmente al planeta Marte,mientras sistemáticamente desarrollamos acciones que atentan contra la vida en la tierra.
Para modificar esta tendencia, que se asemeja nada menos que a “la marcha de los locos”, lo que hace falta es asumir colectivamente nuevos referentes éticos desde los cuales construir otros modelos de consumo, otros modelos de generación de riqueza y, desde luego, otros parámetros de justicia social a escala planetaria.
Una de las buenas noticias en ese ámbito es la Encíclica Laudato Sí, un bello documento emitido por el Papa Francisco, frente al cual, incluso los ateos encontramos los mínimos éticos -como les llamaría Adela Cortina- desde los cuales podríamos avanzar hacia la generación de máximos consensos para el bienestar y la justicia planetaria.
Es una cuestión ética ineludible de nuestros tiempos a la cual no podemos darle la espalda sin condenarnos al mismo tiempo a convertirnos en los peores hijos de la Tierra.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 08 de diciembre de 2016