El título de este texto es el que utilizó Ciorán para escribir un libro en el que sostiene sentencias como la que sigue: “El hombre es el único ser capaz de generar un asco perdurable”. Siendo el pesimista por excelencia, este filósofo —considerado a sí mismo como un francés, puesto que sostenía que la patria era la lengua en la que se escribe—, nos confronta con lo peor de las formas de existencia que podemos asumir.
No se equivocaba. La humanidad —pero más aún, seres concretos e históricamente determinados— ha sido capaz de las peores atrocidades cometidas, ya desde el poder del Estado o ya desde la práctica sádica frente a los semejantes, pero siempre y en cada caso, han sido actos de vileza y ruindad que inevitablemente generan náuseas.
Éste es el caso del fenómeno de las narcofosas en México. Se trata de un grotesco espectáculo en el que la muerte es mucho más que la simple muerte. Se trata de un ejercicio de maldad pura, en el que no hay dioses ni demonios de por medio, sino la más sanguinaria vocación humana (tal vez súper-humana) de sobajar y aniquilar a los otros.
El macabro hallazgo en Colinas de Santa Fe, en Veracruz, no puede ser contextualizado sino en un marco como el aquí planteado: hasta el momento de escribir esto, se habían exhumado 249 cráneos y más de mil piezas de restos humanos despojados de todo, incluso de la memoria que pudieron haber guardado de ellos sus deudos.
Hasta ahora se ha planteado que el caso mexicano constituye una de las peores experiencias globales de la desaparición forzada. Sin embargo, debe asumirse que ese concepto ya no alcanza para describir el horror generalizado que en cada nuevo hallazgo nos deja a todos estupefactos y con una absoluta sensación de vértigo.
No hay nada que pueda generar consuelo, porque cada veta de muerte que se abre provoca el estallido de las pústulas que están presentes en cada centímetro de la “piel institucional” de este ya no solo dolorido y agraviado, sino, ante todo, desolado país.
Lo terrorífico de las fosas clandestinas llenas de cadáveres no es únicamente el carácter maldito del asesinato impune de miles de personas: se trata también de una práctica terrorista —en el sentido más literal del término— en el que morir y desaparecer es lo menos grave que puede ocurrir.
Sabemos, por los registros forenses, que las personas que son encontradas en las fosas son torturadas antes de morir: es decir, lo más cruel del miedo que este fenómeno nos inflige es saber que cualquiera puede ser secuestrado y posteriormente sometido a los más infamantes tratos que un ser humano puede sufrir.
Es triste asumir que en prácticamente cualquier lugar del territorio nacional se haga un hoyo y salgan cadáveres. Frente a esto, la figura aquella de “los veneros del diablo” adquiere un significado literalmente maldito, porque, en lugar de guardar el mayor tesoro nacional, la tierra de ahora ha sido mancillada enterrando en ella la posibilidad de una muerte digna.
La existencia de las narcofosas constituye el episodio más negro de nuestra historia reciente, porque sus perpetradores actúan no sólo con impunidad, sino con la connivencia de las autoridades en todos los niveles, y porque en todos los casos han logrado persistir en su práctica maléfica.
Nos hemos convertido en un país monstruoso en el que conviven, por una parte, la frivolidad y la ostentación de la clase política, y por el otro, la más extrema violencia de un México bárbaro que no ha terminado de irse y que, al contrario, amenaza constantemente con instalarse como anomalía histórica normalizada.
Esta realidad oscura nos condena y nos hace portadores de la “marca de Caín”, un estigma que, por el bien de todos, debemos ser capaces de exorcizar, porque en ello nos va la posibilidad de cimentar una nueva esperanza.
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