por Luis Rosales


Los jinetes apocalípticos del hambre y las epidemias cabalgan juntos con regular frecuencia en el territorio de nuestro país y en extensas regiones del mundo. El primero, como consecuencia de sequías, inundaciones, plagas, escasez, carestía y elevación de precios por ocultamiento y especulación de víveres; el segundo, como resultado del estado agudo y crónico de la desnutrición, falta de agua, hacinamiento, mínima higiene e ignorancia; en una sola palabra, de la pobreza.

Ambos flagelos causaron tan elevada mortalidad que llegaron a desaparecer prácticamente pueblos prehispánicos completos, hasta dos terceras partes de la población en la Nueva España, y conocemos debidamente documentadas las catástrofes ocurridas desde nuestra vida independiente hasta épocas recientes.

Al inicio del siglo veinte, destacados sanitaristas señalaron al hambre como el primer problema de salud con evolución semejante a la de algunos padecimientos que se presentan en brotes epidémicos seguidos de períodos endémicos“… que llegan a considerarse como la condición normal en la vida de algunas comunidades cuyas familias e individuos al carecer constantemente de alimentos producen generaciones de desnutridos que trabajan y producen menos y reaccionan menos a la injusticia social”.

Las personas, como todos los seres vivos, necesitamos alimentarnos para mantener las funciones vitales. Satisfacer esa necesidad requiere el producir, obtener, ingerir, transformar y aprovechar los alimentos que convertidos en nutrientes nos permiten crecer, desarrollar y reponer los gastos efectuados por las actividades físicas, mentales e intelectuales.

Así, se le ha llamado hambre a la privación de alimentos cuando se presenta en la forma más extrema y dramática, y desnutrición cuando las manifestaciones de su carencia son más sutiles, menos aparentes y explícitas, aunque no por ello menos riesgosas, dañinas y peligrosas cuando evolucionan a estadios severos y graves. En cualquiera de esos diferentes grados, el fenómeno impacta negativamente al estado de salud y predispone o desencadena otras enfermedades; afecta el crecimiento y desarrollo, así como las capacidades y rendimiento de los sobrevivientes; e incrementa el número de muertes prematuras

Para conocer la situación nutricional en la población se utilizan diversos métodos, directos o indirectos, que comprenden el análisis de la mortalidad infantil y preescolar; la información censal sobre el consumo de alimentos; los resultados de encuestas sobre ingresos y gastos; la producción y disponibilidad de alimentos; y la aplicación de encuestas dietéticas y nutricionales, consideradas estas últimas las que arrojan resultados más útiles. 

De la información obtenida por las encuestas de ingresos y gastos familiares levantadas en 1963 y 1968 se calculó la ingesta y cobertura calórico-proteica derivándolas de las dietas de consumo alimentario, lo que permitió establecer grupos que cubrían o no un consumo adecuado determinado por expertos de Instituto Nacional de Nutrición (INN) en 2,750 calorías y 80 gramos de proteínas diariamente.

Se infirió que en 1963 el 89.5%de la población mexicana no consumía una dieta adecuada, reduciéndose al 38.6% en la de 1968. Este decremento resultó poco confiable, dadas las inconsistencias detectadas en la segunda de esas encuestas como sobreestimaciones en el consumo, sesgos por el uso de promedios simples en los valores de los nutrientes y no de promedios ponderados.

En 1943-1944 se estudió el estado de nutrición y los hábitos alimentarios en cuatro comunidades otomíes del Valle del Mezquital, Hidalgo, mediante exámenes clínicos y la aplicación de encuestas, exámenes de sangre y mediciones antropométricas. Se concluyó que, a pesar de la escasa ingesta de alimentos considerados esenciales para una buena nutrición, el consumo de tortillas, pulque y las plantas disponibles lograba una dieta suficiente y adecuada, siendo moderadamente baja en calorías y proteínas, así como el crecimiento  de los niños retardado, comparado con los patrones norteamericanos.

Durante esa década se realizaron estudios clínicos sobre los aspectos de la desnutrición en el Hospital Infantil de México donde precisamente se acuñó el término y clasificó la entidad patológica relacionando el peso corporal existente y el peso esperado. Se consideró como el peso ideal el rango entre 90% y 110%, y a la desnutrición en la siguiente escala: grado I entre 75% y 90%; grado II entre 60% y 75%; y grado III menos del 60%. Aquí se iniciaron también las investigaciones sobre el impacto de la desnutrición en el crecimiento y desarrollo físico e intelectual de los niños.

A finales de los años cincuenta, el Instituto Nacional de Nutrición (INN) inició los estudios sistemáticos vía encuestas no probabilísticas, utilizando el indicador y la clasificación arriba mencionada. Los resultados pusieron de manifiesto que en el 32% de las áreas rurales y el 4% de las urbanas presentaron alteraciones deficitarias en su crecimiento, el 25% con grado I y el 2.5% con grado III.

Una segunda serie de encuestas se realizaron en 1963 encontrando desnutrición II en el 36.2% y III en el 38.7% en la zona sureste del país.

En 1979 y 1989 se levantaron las Encuestas Nacionales de Alimentación en el Medio Rural, que encontraron prevalencias de bajo peso en niños menores de cinco años de 21.9% y 19%, respectivamente; desagregadas por región, se elevó a 28.2% en la sur, a 20.7% en la centro, y a sólo 8% en la norte. En el mismo orden 26.9%, 11.5% y 7.3% en la encuesta de 1989. Es de comentarse que el bajo peso se consideró como el puntaje ( z ) menor a menos dos desviaciones estándar.

La Secretaría de Salud realizó tres encuestas probabilísticas en los años 1988, 1999 y 2006, y encontrando las prevalencias de desnutrición en los niños menores de cinco años de edad que se muestran en el cuadro “Es menos, pero persiste”; estas encuestas evidenciaron la emergencia de otros desórdenes de la nutrición, como lo es la obesidad en sus diversos grados, un importantísimo factor de riesgo para la aparición de diabetes mellitus y la hipertensión arterial, entre otras epidemias actuales que tanto afectan a la población e impacta, en su atención a los servicios de salud.

Otras cifras que nos dan noticia, aunque más limitada, sobre la magnitud del problema son las

453,745 personas detectadas con desnutrición leve (13.6%); 87,600 (2.6%) con desnutrición moderada; y 8,940 con desnutrición severa de entre las 3,327,670 detecciones realizadas en el marco del programa IMSS-Oportunidades en el año de 2009.

Por otra parte, la Secretaría de Salud reportó que, del total de 15.9 millones de consultas proporcionadas por primera vez a niños menores de cinco años de edad en 2010, presentó desnutrición leve el 12%, moderada el 2.3% y severa el 0.4%, cifras relativas muy similares a las detecciones del programa IMSS-Oportunidades.

Queda de manifiesto que el hambre y la desnutrición crónica que a lo largo de la historia ha padecido la población del país, particularmente los grupos más vulnerables compuestos por niños, mujeres embarazadas, indígenas, los muy pobres y los pobres, o sea, las grandes mayorías, aun con disminuciones importantes en su prevalencia comparada con la de décadas atrás, persisten como un grave problema social que enferma, mata e incapacita. Y lo que es más preocupante, como un problema estructural que agudizan el desempleo, el deterioro salarial y las incontenibles manipulaciones del mercado de los productos alimenticios básicos. •

Referencias

I. El sector alimentario en México 2011. Serie estadísticas sectoriales. INEGI. México. 2011.

II. Informe de evolución histórica de la situación nutricional de la población y los programas de alimentación, nutrición y abasto en México. CONEVAL. México. 2009

III. Estudios epidemiológicos sobre desnutrición infantil en México. 1900-1980. Compilación de Juan Rivera Dommarco y Esther Casanueva. IMSS. 1982

IV. Ensayo sobre la historia de las epidemias en México. Colección salud y seguridad social. Serie historia. IMSS 1982

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