Un “tipo”, nos dice el Diccionario de la Lengua Española, es algo característico de un género o de una especie. Algo “típico”, en consecuencia, es característico o representativo de un tipo. Este punto de partida es necesario, en relación con una de las brillantes ideas de Aristóteles, quien llegó a afirmar algo como lo siguiente: “Nada típico es resultado de la casualidad”.
Pensar en el diseño de las políticas públicas, y cómo éstas se ejecutan a través de programas y acciones gubernamentales y de otros organismos del Estado, implica necesariamente identificar con claridad sus resultados, para clasificarlos en categorías que permitan valorar si son o no pertinentes para resolver los problemas que son identificados como de carácter público.
En tal clasificación, debería tenerse la claridad de identificar cuáles de ellos, siendo positivos o negativos, se convierten en resultados típicos a lo largo del tiempo. Así, es válido sostener que el bajo nivel de crecimiento económico es un resultado típico de las políticas económicas implementadas desde hace tres décadas.
Si se piensa en el ámbito de las políticas sociales, lo que se encuentra es que algunas de ellas han contribuido positivamente a reducir ciertos ámbitos de vulnerabilidad; por ejemplo, la ampliación de la cobertura de los servicios de salud.
Hay, por el contrario, otros resultados que ya pueden ser caracterizados como típicos en lo relativo al llamado “combate o lucha” contra la pobreza. En efecto, la medición de pobreza por ingresos (Coneval, 2014) muestra que estamos en niveles porcentuales similares a los que había en el año 1992; es decir, a lo largo de 15 años se ha convertido en típica la ineficacia de las políticas en esta materia.
Otro de los temas relevantes en los que vale la pena hacer énfasis es el relativo a la corrupción. Desde la década de los 80, con el llamado a la “renovación moral del gobierno”, planteada por Miguel de la Madrid, el combate y control de la corrupción ha sido típicamente fallido, pues los niveles de corrupción documentada y percibida son no sólo graves, sino también crecientes.
Si se piensa en la política fiscal, puede sostenerse lo mismo, pues ésta ha resultado, en los últimos 30 años, típicamente concentradora de la riqueza, por lo que el despojo y las inequidades se han convertido en condiciones típicas de nuestro modelo de recaudación y de su contraparte, la redistribución a través del Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF).
Al respecto es importante decir que, de acuerdo con varios de los documentos en los que en distintos años se han planteado los criterios generales de política económica, se sostiene que el PEF es precisamente el principal instrumento de esa política, por lo que puede sostenerse que estamos ante presupuestos típicamente ineficaces o deficientes en sus capacidades de redistribución y cimentación de la justicia social.
Apelando nuevamente a la afirmación de Aristóteles, nada de lo anterior es producto de la casualidad ni del azar, sino de un conjunto de decisiones que responden a una lógica de planeación y programación, pero también de negociación, concertación y acuerdo político (los cuales no son siempre necesariamente legítimos).
Lo anterior quiere decir, pues, que hay una lógica detrás de las decisiones, y que esa lógica no puede ser construida sino por el grupo de personas que detentan el poder y la responsabilidad legal de diseñar las leyes y las políticas públicas para dar cumplimiento al mandato de la Constitución.
En consecuencia, si tenemos una racha de al menos 30 años de políticas económicas y sociales típicamente fallidas, estamos ante la responsabilidad, de carácter lógico, de cambiar la racionalidad con la que se toman las decisiones.
La lógica, sin embargo, pensando también en Aristóteles, no puede desplegarse de manera independiente de la ética, lo que hace pensar que estamos ante un entramado político que, al parecer, no piensa ni actúa ni lógica ni éticamente.
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