En su crítica a la “sociedad del espectáculo”, Guy Debord sostiene que “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes”. Eso es justamente en lo que se han convertido las campañas políticas en nuestro árido sistema democrático
Añade Debord: “El espectáculo es una visión de mundo que se ha objetivado”. Solo pensado así es que puede entenderse el lamentable espectáculo que hoy nos ofrecen quienes aspiran a gobernarnos, cuyo caso extremo es la grosera figura de Jaime Rodríguez Calderón, quien en el ánimo de ganar adeptos propone simple y llanamente mutilar a los delincuentes.
En la lógica de Debord, el espectáculo funciona de manera eficaz porque sus medios son a la vez sus fines. Y que conste que, en el espectáculo de la política mexicana, los medios no son las campañas ni las plataformas comunicativas: los medios (y fines en sí mismos) son los propios candidatos, en quienes se sintetiza la estructura de la apariencia y de la mentira hecha parecer verdad.
Lo espectacular de nuestras campañas radica en que se trata de la economía en funcionamiento. Las simples imágenes se convierten en seres reales y todo de pronto se resuelve en una penosa teatralidad en la cual lo relevante es aparecer en todos lados y garantizar a toda costa, y casi a cualquier costo que el sistema, en sus estructuras y mecanismos de reproducción, no se altere.
Es falso que se hayan diluido las ideologías; antes bien, han sido sometidas a un discurso único: el liberal democrático en su peor versión, que no es otra sino la que resulta funcional a la también peor versión del capitalismo, lo cual ya es bastante decir.
Se puede afirmar que el espectáculo es lo opuesto a la auténtica democracia porque, en el fondo, la lógica de la “espectacularización” del mundo y de la vida es lo opuesto al diálogo.
Lo que está sujeto a ese mundo no acepta la crítica, no cabe en ello la resistencia. Por el contrario, la lógica de lo espectacular exige asumir el guion, contentarse con lo que parece ser y someterse a los designios de quienes diseñan el aparato de las fantasmagorías de la apariencia.
En nuestro caso, hay que advertirlo de manera estridente, hemos llegado a una forma de degeneración política que nos ha colocado incluso un escalón por debajo: el del entretenimiento como proyección de la disputa por el poder. Ya no importa quién ofrece los mejores argumentos, sino quién es capaz de diseñar los mejores mensajes, entendidos como aquellos que logran “llegar a la emotividad” del público.
Pero esto no es nuevo. Lleva años construyéndose así, a tal grado que en las grandes televisoras los noticiarios son diseñados desde una lógica de entretenimiento. Por ello, se pueden dar las notas sobre los cuerpos desmembrados por el crimen organizado y enseguida las relativas a las celebritiesen bikini.
Las redes sociales, en lo general, antes que modificar esa tendencia la radicalizaron. En ellas no priva el pensamiento crítico; al contrario, han amplificado el poder de la mentira de quienes tienen la capacidad de controlar la generación masiva de productos chatarra, aunque ahora diseñados a la medida, como ya vimos que ocurre con Facebook y su tenebrosa alianza recientemente mostrada con la empresa Cambridge Analytica.
De manera sorprendente hemos llegado a la paradoja de presenciar a diario el espectáculo de la hiperrealidad, construida y redificada hasta el infinito, en una especie de concreción histórica del eterno retorno hacia el absurdo y el mundo idiota.
No podemos darnos el lujo de sucumbir a esta lógica perversa. La “vida-espectáculo” es una negación de la vida y, en consecuencia, la “política-espectáculo” es una de sus aristas más degradantes de la inteligencia humana, porque implica renunciar a pensar lo mejor para todos y sentarse a presenciar el juego de los muy pocos que ostentan el poder casi de manera total.