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Ciudadanía fragmentada y nuevos desafíos

por Agustín Escobar Latapí

La fragua de la vulnerabilidad: los derechos fragmentados

La migración entre México y Estados Unidos se da hoy en condiciones de gran profundidad histórica, si se toma en cuenta cómo y por qué se poblaron, conquistaron y colonizaron los estados del centro-occidente y norte de México y del entonces recién descubierto “oeste” de los Estados Unidos. A lo largo de esa historia, los derechos inferiores de los migrantes, junto con agentes de mercado, han sido motores del movimiento hacia el norte. Ahora los migrantes han vuelto a México, y el desafío consiste en que tengan acceso a todos sus derechos.

En Estados Unidos la inmigración se crea en un escenario de derechos estratificados que resultan del conflicto de diversos grupos étnicos y sociales. Siempre hubo grupos excluidos de derechos ciudadanos, a pesar del discurso contrario. Esta realidad política persiste. El discurso de la universalidad de la ciudadanía está en tensión constante con justificaciones profundamente enraizadas del trato desigual. La tensión se manifiesta hoy en un movimiento políticamente muy robusto de resistencia a la incorporación ciudadana de los inmigrantes mexicanos y centroamericanos.

En ese país, la era dorada de los derechos para la población mexicana y méxico-americana se localiza entre 1964 y 1980. Fue entonces cuando la población irregular de origen mexicano se redujo a su mínima expresión, y cuando una gran parte de los migrantes, sin importar su legal estancia, accedieron a servicios, programas, salarios y condiciones de vida inéditos.

Si bien el movimiento de los derechos civiles de los Estados Unidos fue central en permitir la nivelación de los derechos ciudadanos y laborales, no es casual que entonces los trabajadores agrícolas de origen mexicano hayan conquistado más derechos que nunca. Durante esos veinte años la emigración mexicana fue la menor de todo el siglo XX. La mejoría en las condiciones económicas y cívicas de las personas de origen mexicano en Estados Unidos se relaciona con una muy baja emigración mexicana, con el movimiento por los derechos civiles y con el crecimiento del empleo en ambos países.

Esta historia termina cuando resurge la emigración mexicana en los años setenta y ochenta, y cuando las reformas laborales en Estados Unidos y la debacle del empleo, y particularmente del empleo formal en México, crean un contingente laboral mayoritario carente de derechos laborales y con acceso a cada vez más precarios derechos sociales.

No hay una causalidad única a lo largo de esta historia. Economía y ciudadanía social interactúan de distintas maneras. En Estados Unidos, la inmigración ilegal se sigue fomentando entre 1980 y 2007. Los patrones son libres de reclutar indocumentados y es extremadamente excepcional el que es sancionado: la precarización de los derechos laborales actúa como motor de la migración, a pesar de que, de 1980 a 1990, el crecimiento del empleo en Estados Unidos es poco satisfactorio.

En esta década hay más migración que dinámica del empleo. Las ganancias se concentran en los patrones, pero los costos son sociales: California y otros estados mantienen un Estado de Bienestar que beneficia a la gran mayoría, incluso a los mexicanos, sin importar su estatus. La balanza de los derechos sociales se inclina a favor de Estados Unidos: sobre todo las madres de familia que han llegado de México opinan que los derechos y servicios en Estados Unidos son reales y efectivos, mucho más que en su país natal.

Se acumulan tensiones políticas entre el lobby que actúa para mantener el status quo de amplia inmigración y empleo precario, y grandes grupos de clase media y baja que se sienten crecientemente excluidos del empleo y otros beneficios, pero que pagan impuestos. Aunque son beneficiarios netos del Estado de Bienestar, perciben mayor competencia, decadencia de los servicios y restricción de derechos. La desigualdad creciente se torna en intolerancia hacia grupos vulnerables como los mexicanos y los africano-americanos.

El racismo se disfraza en un discurso de méritos y cultura del éxito: la construcción de la mayor democracia del mundo, valores cívicos y comunitarios inherentes al grupo norte-europeo, y la manifestación de luchas legítimas por el ascenso social que hacen a algunos grupos merecedores de derechos y no a otros.

De 1992 a 2007 la turbina del empleo americano vuelve a remolcar la migración. Pero la tensión política y social se agudiza, promovida por la desigualdad social, el desmantelamiento parcial del Estado de Bienestar, y el desplazamiento de las fuentes de crecimiento hacia el empleo altamente calificado, la construcción y los servicios personales. Los nativos escasamente calificados se hallan excluidos de los buenos empleos, al mismo tiempo que los inmigrantes ingresan en grandes cantidades a los últimos dos sectores.

A partir de encuestas de hogares de gran escala, se estima que la migración neta de México a Estados Unidos llegó a su pico máximo en el año 2000, con 750,000 personas (el flujo total es mayor, pero se descuenta a los retornados). Esta cantidad equivale al 70% del crecimiento de la PEA en México ese año.

El quiebre espectacular de la burbuja financiera e inmobiliaria –y en opinión de algunos analistas, una tajante disminución de libertad y derechos para los migrantes– puso fin a este flujo. Para 2008-2012, el saldo neto de la migración mexicana hacia Estados Unidos es de cero, o de movimientos equivalentes en ambas direcciones, aunque parece haber un modesto repunte en 2013-2014.

La economía y los derechos, juntos, arrastran la migración, ahora negativamente. La nueva era de baja migración es totalmente distinta de la de 1964-1980. La cantidad total de indocumentados es mayor que nunca (12.7 millones en 2007, aunque disminuye ligeramente); sus perspectivas de legalización son muy remotas; y su desigualdad de derechos y económica respecto de los ciudadanos es mayor que nunca.

El nivel de desempleo de los mexicanos en los Estados Unidos (la nacionalidad de origen con mayor proporción de indocumentados) es el mayor de todos los grupos étnico-nacionales entre 2008 y 2010. A partir de 2005, el flujo indocumentado y documentado hacia Estados Unidos cae perceptiblemente, según fuentes de ambos países.

El nuevo desafío mexicano: inmigración y derechos en México

En estas circunstancias se crea un escenario nuevo en México que agrava viejas fragmentaciones de los derechos ciudadanos y sociales. La actual notoriedad del maltrato hacia los centroamericanos es sólo la manifestación más visible de un Estado de Derecho históricamente fragmentado.

México es un país con movimientos antiguos y complejos de población, especialmente de población vulnerable. Entre otros, están el movimiento añejo de trabajadores agrícolas centroamericanos hacia el sureste mexicano: decenas de miles de trabajadores registrados (y otros indocumentados) que año tras año han laborado por sueldos inferiores a los mexicanos en esa región.

La migración estacional de los jornaleros indígenas de Chiapas, Veracruz, Puebla, Oaxaca y Guerrero hacia las zonas de agricultura próspera también ocurre en un marco de derechos muy disminuidos. Son históricos los asentamientos infrahumanos creados en las afueras de poblaciones del occidente y el noroeste de México. Ellos son invisibles en sus asentamientos irregulares y galpones. El cambio religioso y étnico de múltiples municipios de Chiapas, Guerrero y Oaxaca, que se manifiesta en los censos mexicanos, muchas veces no resulta del cambio social, sino de expulsiones y conflictos que destierran familias, grupos étnicos o comunidades.

La violencia mexicana del último sexenio complica aún más la situación. El desplazamiento interno por violencia ya existía, pero en este periodo crece, se extiende y se modifica. La transmigración centroamericana se mezcla con movimientos de asentamiento también permanentes, cuyo acceso a derechos es problemático.

Y así retornan los mexicanos de Estados Unidos. De 2005 a 2010, la cantidad de mexicanos que reporta su residencia cinco años antes en Estados Unidos pasa de 230,000 a 980,000. La cantidad de nacidos en Estados Unidos también crece hasta llegar a más de 700,000. La geografía de esta inmigración “extranjera” es nueva y desafiante: mientras que en los años setenta la mayor parte se concentraba en la frontera y la Ciudad de México, a partir de 2010 crece la cantidad en las zonas tradicionales de expulsión, que incluyen grandes áreas de pobreza.

Todos son parte del mismo fenómeno social y migratorio: mexicanos y “americanos” que casi siempre son una sola familia y deberían tener acceso a todos sus derechos como mexicanos. En conjunto, suman la mayor cantidad absoluta de inmigrantes que el país haya recibido en cualquier decenio. Llegan a lugares donde las autoridades carecen en buena medida de capacidad, instrumentos jurídicos y recursos para incorporarlos al esquema de derechos laborales y sociales mexicanos.

El sistema mexicano de derechos sociales ha sido radicalmente transformado en los últimos 20 años. De uno en el cual los derechos sociales dependían de los laborales (el abandono de los servicios “abiertos” de salud a cambio del fortalecimiento del IMSS, por ejemplo) se ha pasado a otro en el cual se reafirma la universalidad o el acceso a todos cuantos demuestren pobreza. Este cambio debería resultar en una ciudadanía social mucho más universal e igualitaria y, por lo tanto, en mucho mayor acceso efectivo de los migrantes.

Y, sin embargo, este acceso es claramente diferencial. En parte, la desigualdad resulta de condiciones históricas coyunturales: una parte sustancial de los deportados carece de documentación de su nacionalidad y su residencia, por ejemplo. En parte, sin embargo, resulta de mecanismos burocráticos de acceso a derechos que excluyen o discriminan.

Las investigaciones dirigidas por Mercedes González de la Rocha y este autor muestran que para acceder al Programa Oportunidades, el Seguro Popular, las pensiones no contributivas, Liconsa, despensas y suplementos alimenticios o educación formal es necesario entregar documentos de los que carece la mayoría de los migrantes durante meses o años. Muchas veces las autoridades locales de los municipios más pobres se tornan agentes de la exclusión. Niegan acceso o documentos de identidad a quienes juzgan como extranjeros, o como mexicanos desleales por haber migrado. Aunque algunos requisitos se han hecho más flexibles, el acceso sigue siendo muy problemático para estos extranjeros y mexicanos.

Urge que el gobierno mexicano ponga en práctica, en todos los estados, medidas de acceso universal que otorguen derechos mínimos iguales a migrantes extranjeros y nacionales a lo ancho de nuestro territorio. • 

Agustín Escobar Latapí
Director del CIESAS. Es Doctor en Sociología por la Facultad de Estudios Económicos y Sociales de la Universidad de Manchester en Gran Bretaña, y Licenciado en Antropología Social por la Universidad Iberoamericana. Es miembro del SNI nivel III, y miembro de la Academia Mexicana de Ciencias. Ha codirigido una sección del Estudio Binacional sobre Migración México- Estados Unidos, con tres sesiones a lo largo de 20 años. Participó en una evaluación de impacto en México de la Ley de reforma migratoria Simpson-Rodino, y estudió la relación entre esta migración y la formación de pequeñas empresas en Guadalajara.
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