Después de 14 días de búsqueda, se localizó sin vida el cuerpo de la joven Debanhi Escobar. Pero en el proceso de búsqueda, fueron localizadas otras cuatro jóvenes. Vivimos en un país de ciudades hostiles.
Escribe Mario Luis Fuentes
Los adjetivos no alcanzan par describir el nivel de espanto y terror que significa vivir en un país así. Uno, donde nadie está a salvo en sus calles, en sus carreteras, en pueblos enteros tomados por la delincuencia, en regiones enteras donde sectores de la economía les pertenecen ya a las bandas del crimen organizado.
De manera esquizofrénica, la agenda nacional se mueve al ritmo que se determina en las conferencias de las mañanas en Palacio Nacional. Como si existiesen dos mundos paralelos: uno construido sobre cadáveres y sangre, y el otro, sobre un optimismo institucional que, entre la negación y la agresión, evade entrar, en los meses que le quedan al frente del gobierno, las cuestiones de fondo y que más urgen al país.
Marzo, de acuerdo con las cifras oficiales, ha sido el mes más violento del año en lo que se refiere a homicidios dolosos. En enero de este 2022, según los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, se registraron 78.5 víctimas diarias de homicidios intencionales; en febrero fueron 80.7, mientras que, en marzo, se llegó a un promedio de 85.7. De manera preliminar, en los registros diarios de este mismo organismo el promedio de abril es similar al de marzo.
El INEGI dio a conocer recientemente los datos de la Encuesta Nacional de Seguridad Urbana (ENSU), y como cada edición, se concluye de manera inevitable que las ciudades de México son ciudades hostiles a sus habitantes. No hay en la mayoría de ellas, condiciones de habitabilidad ni tampoco son territorios que faciliten cuestiones tan elementales como la conciliación de la vida laboral con la familiar.
Lejos de ser espacios amigables, los territorios urbanos representan serios retos para quienes los habitamos. En primer lugar, son espacios con incontables barreras físicas para todas y todos, especialmente para personas con discapacidad, personas con dificultades de movilidad y personas adultas mayores. Se carece de rampas de acceso, de adecuaciones para facilitar que las personas caminen más, y están llenas de obstáculos que van, desde postes de luz, telefonía, internet o televisión de paga, hasta basura urbana que va desde piedras hasta trozos de concreto que no se retiran cuando se realizan obras de mantenimiento o de reparación de las calles.
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Ante la ausencia de políticas apropiadas para la urbanización y construcción de viviendas, tenemos ciudades en que las personas tienen que viajar, en los mejores casos, entre media hora y una hora para llegar a sus destinos laborales o de realización de quehaceres cotidianos, y en los peores, hasta seis horas al día en sistemas de transporte que van de lo hacinado a lo precario y lo francamente inseguro.
Las autoridades locales continúan, en ese sentido, otorgando concesiones a vehículos de transporte de pasajeros que facilitan el actuar de los delincuentes: camionetas que fueron originalmente diseñadas para transporte de personal en instalaciones industriales, circulan por las calles de todo el país abarrotadas de personas cansadas, agotadas, otras deprimidas y enfermas, sin mayor regulación que la que se establece por la mediación de las componendas y arreglos político-electorales con los líderes de las asociaciones de transportistas.
En los estados y municipios se siguen comprando costosos equipos de aparente tecnología de punta para vigilar calles y carreteras; pero cuando las personas víctimas de algún delito piden que las cámaras sirvan para la localización de las personas o acreditar responsabilidades, en infinitos casos no estaban en operación o se encontraban mal colocadas.
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Los ahora llamados “C4” o “C5”, según sea el caso, no operan, en la mayoría de los casos, para responder de inmediato a las necesidades ciudadanas. Siguen operando desde perspectivas reactivas y no para una auténtica prevención del delito y protección de personas en riesgo de convertirse en víctimas de la delincuencia.
Todo esto, en un contexto de una inusitada violencia machista que todos los días opera con toda impunidad. Ahí están todas las estadísticas relativas al incremento de la violencia intrafamiliar, violencia sexual y otras formas de violencia de género durante la pandemia.
El acoso callejero sigue en todas partes. Provoca miedo y frustración a millones de mujeres que son víctimas de violencia: desde verbalmente, hasta casos extremos como los que ya hemos visto y que se documentan cada vez más gracias a las redes sociales y su poder comunicativo.
Ante todo, esto, poco abona el discurso gubernamental que descalifica, cada que le es posible, a los movimientos feministas: no sólo los confronta, sino que ha llegado a afirmar que se trata de una “moda neoliberal”, sin comprender que las mujeres no son uno o varios colectivos: son más de la mitad de la población nacional y la Constitución y la Ley, les reconocen no sólo el derecho a la igualdad sustantiva, sino también a una vida libre de violencia.
Es muy difícil ponerse en el lugar de las madres y padres de las niñas, jóvenes y mujeres adultas que son víctimas de la desaparición forzada, no por falta de empatía, sino porque ese nivel de angustia, miedo, coraje y desesperación, es de una magnitud y complejidad, que literalmente entra al terreno de lo impensable; lo que deben vivir y sentir se ubica en los ámbitos de lo inenarrable, ante lo cual lo único que queda es la total solidaridad y acompañamiento en la exigencia de justicia, reparación del daño y no repetición en nuestra sociedad.
Así de horrenda es la realidad de nuestras ciudades: espacios agresivos, mal planeados, mal urbanizados, con enormes carencias de servicios, y llenos de espacios que son propicios para la comisión de todo tipo de crímenes; para el abandono y la vulneración de mujeres, niñas y niños, y para, de manera inaceptable, servir de manto protector y de impunidad a los perpetradores de la maldad y de la violencia.
Investigador del PUED-UNAM
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