La comunicación política es un área especializada dentro de las denominadas ciencias de la comunicación. No se trata de un simple ejercicio de trasmisión de conceptos, abstracciones, sentimientos o datos fácticos. Tampoco de un despliegue de expresiones cotidianas y coloquiales con fines de entretención o seducción de una clientela electoral. La comunicación política verdadera es un instrumento para el éxito de la ejecución de acciones públicas, que facilita que sean conocidas y aceptadas por un público específico de usuarios o afectados. Quiero decir que no hay ejercicio de gobierno sin un acompañamiento de divulgación —“hacer propio del vulgo, del pueblo”— que permita la apropiación de los significados que dan sentido a esa acción o política pública.
Escribe: Luis Miguel Rionda
Muchos políticos han sido muy conscientes de la importancia de las estrategias comunicativas, y dedican enormes esfuerzos a la difusión de ideas, proyectos y certezas sobre su acción pública, con el objeto de obtener confianza y capital social. Pero por supuesto, existen polos opuestos en la comunicación política: por un lado, la búsqueda interesada del engaño y el artificio, para ocultar verdades incómodas o corruptas; por el otro, el deseo honesto de convencer con argumentos realistas, pero que no siempre son del agrado del gran público. El primer polo lo representa el populismo, y el segundo el liberalismo estoico. Ambas tendencias se confrontan en la arena comunicativa, y con frecuencia la primera seduce a la masa, ávida de ser embelesada por las promesas de la tierra de jauja.
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En los años noventa, mexicanos, brasileños y argentinos empobrecidos, hartos de las políticas radicales del modelo neoliberal, garabateaban en las paredes la frase: ¡basta de realidades, queremos promesas! Era esperable ante la torpeza comunicativa de sus gobiernos. La verdad es que las dolorosas medidas económicas de derecha impuestas “sin anestesia” nunca fueron acompañadas de esquemas de comunicación efectivos que fortalecieran el ánimo comunitario. Pienso en contraste en el famoso llamado de Winston Churchill al pueblo británico el 13 de mayo de 1940: “no tengo nada que ofrecerles, más que sangre, sudor y lágrimas”. Una obra maestra de la comunicación política que aglutinó la voluntad de un pueblo agobiado alrededor de un líder poco carismático, pero estoico.
En el México de hoy padecemos el fenómeno contrario: un liderazgo mesiánico que anuncia la buena nueva de una cuarta trasformación. Se promete la leche y la miel del estado benefactor, sin tener que pagar los sacrificios que éste conlleva. Basta sólo con la voluntad de cambiar para que se avenga la utopía de la sociedad igualitaria, y todo aquello que lo obstaculice —el sistema de pesos y contrapesos, por ejemplo— debe ser removido mediante reformas que refuercen el centralismo y el caudillismo. La política como el territorio del idealismo: “queremos promesas”, grita el pueblo-masa. La dádiva es la varita mágica que refuerza la popularidad del demiurgo, el donador, el cuentacuentos que con su flauta cautiva y arrastra a los ratones de Hamelin.
—Dame historias, dame ensueños; ya no quiero saber de tristes realidades. Esas se las dejo a los conservadores —dice el cliente electoral.
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(*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León, Departamento de Estudios Sociales. luis@rionda.net – @riondal – FB.com/riondal – https://luismiguelrionda.academia.edu/ – https://rionda.blogspot.com/
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