El pensamiento tecnocrático que se impuso como dominante desde la década de los 70 en prácticamente todo el mundo ha sido altamente exitoso en convencer a amplias mayorías en distintos espacios, que el lenguaje de las llamadas “ciencias exactas” es el único capaz de describir y explicar la realidad social. Esta pretensión no es, sin embargo, nueva. Desde el siglo XIX, Augusto Comte pretendía que su “física social”, a la que después denominaría como Sociología, sería capaz de explicar de manera apropiada y veraz lo que él consideraba que era el Estado positivo, es decir, una forma histórica novedosa que no podría sino perfeccionarse con el paso del tiempo, dado que su construcción estaría basada en la Ciencia pura.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
En la llamada “era de la información” hay una extendida creencia de que, efectivamente, todo aquello que esté sustentado en evidencia y que lo que puede expresarse a través de mediciones estadísticas, puede ser estrictamente explicado, relegando a un segundo plano otros tipos de saberes a los que, desde esa mirada, “se les reconoce” su relevancia, pero a los cuales simultáneamente se les niega el estatus de “científico” como sinónimo de “verdadero”.
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Lo que desde esa forma de entender y percibir la realidad se omite es que hay múltiples formas de comprender y construir lo que es lo real y que para ello existen diferentes “criterios de verdad”. Esto lo han explicado con creces autores como Gadamer, Koselleck y Habermas, por citar solo algunos de los más conocidos. Lo que han señalado estos autores, con razón, es que el método científico es la mejor guía, efectivamente para explicar los fenómenos naturales, pero que no lo es necesariamente cuando se trata de los fenómenos humanos, los cuales obedecen a formas de racionalidad muy distintas a las que gobiernan al llamado “mundo de las cosas”.
El propio Wittgenstein, desde la filosofía del lenguaje que desarrolló a partir de sus Investigaciones Filosóficas, dio cuenta de que, lo que había señalado respecto de que “el mundo es la totalidad de los hechos, y no de las cosas”, podría reinterpretarse en el sentido de que hay una dimensión social del lenguaje que impide incluso lo que se denominaría en su propia obra como la “imposibilidad de un lenguaje privado”.
Esta discusión, fecunda y profunda, proviene desde los griegos antiguos; así las disputas entre las obras de Heráclito y Parménides; o las de Sócrates y Platón frente a Gorgias y Protágoras; y así han continuado en el devenir de los siglos hasta nuestros días. A pesar de que estamos aún sin una “solución definitiva” frente estas disputas, lo cierto es que el conocimiento de lo social no puede de ningún modo reducirse a un juego de cifras y relaciones entre cifras, que aún con su pretendida “rigurosidad”, no dejan de ser estrictamente eso, relaciones numéricas, que no de hechos, como se podría señalar desde Wittgenstein.
La elección de los datos con base en los cuales se pueden llevar a cabo ciertas mediciones responde a diversos factores; el primero de ellos, quizá entre los más importantes, es el hecho de que en esa selección ya hay un prejuicio tanto epistemológico como teórico, desde los cuales se asume que esos datos, y no otros, son los que permiten describir o explicar a “la realidad”. El segundo, es de carácter más técnico (en el sentido griego del término), y el cual impone restricciones de carácter metodológico, pues las y los investigadores trabajamos, generalmente, con los “datos disponibles”, es decir, generados desde lógicas determinadas que responden desde a decisiones de método, hasta presupuestales.
Por ejemplo, en un sentido estrictamente práctico, si se trabaja con datos producidos por instituciones como el INEGI, el CONEVAL o el CONAPO, se está ante tres cuerpos colegiados que responden a discusiones en las que predominan, por periodos, determinadas visiones de las matemáticas, la estadística, la geografía, la demografía, así como perspectivas respecto de lo social en lo relativo a conceptos tan complejos como la pobreza, el rezago social y la marginación.
Se trata entonces de debates que responden a supuestos nada triviales, que llevan, incluso desde la perspectiva estrictamente empírico analítica, a debates muy fuertes sobre cuáles son las mejores estrategias de medición, cálculo y construcción de relaciones y conceptos a partir de los datos disponibles que, como ya se dijo, responden a todo este entramado de discusiones.
¿Qué pasa, frente a ello, con otros métodos? Tanto a nivel internacional como en México, las propuestas de otras formas de aproximación a la realidad, a su construcción e interpretación no han logrado posicionarse como pre-dominantes, o al menos con la misma capacidad de incidir sobre el debate público en torno a las cuestiones sociales y sus implicaciones para la vida humana.
Por ejemplo, la discusión sobre la pobreza y su medición en el país se ha da predominantemente desde la lógica de preocupación neoliberal: se busca que las personas adquieran las capacidades suficientes para participar de forma competitiva y exitosa en los mercados. Pero ¿y si la pobreza fuese algo más o distinto que la mera carencia material de recursos, capacidades y servicios? ¿Qué hacer si en realidad se trata de una cuestión de carácter ético y ontológico, quizá hasta estética, y no estrictamente o no solo de carácter económico?
En este escenario sería evidente que las políticas y acciones del Estado frente a la pobreza deberían ser de otro modo que ser, utilizando una de las ideas de Levinas; y en esa medida, deberíamos ser capaces de abordar el reto de comprender y erradicar esa forma de existir de nuestra realidad social. La hermenéutica, la razón poética de la que hablaba María Zambrano, la capacidad sentiente de Unamuno y Zubiri, son solo algunas de las perspectivas que nos abren a otras dimensiones de la existencia, y que debemos ser capaces de recrear y discutir públicamente en aras de confrontar los grandes dilemas humanos que nos aquejan y que generan víctimas por doquier, todo el tiempo.
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Investigador del PUED-UNAM
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