Cada nuevo escándalo de abuso o acoso sexual que estalla puede pensarse como una pústula que se revienta y muestra, a través de la pus que expele, el nivel de podredumbre que ha invadido a un cuerpo. Así el nuevo escándalo de los pederastas que, abusando de su posición como jerarcas de la Iglesia católica, convirtieron la vida de cientos, quizá miles de niñas, niños y adolescentes, en un infierno
Es el mismo fenómeno de las religiosas que, recientemente, en Europa, denunciaron el abuso sistemático del que fueron víctimas; y es el mismo fenómeno, a final de cuentas, que se evidenció en las lujosas oficinas y sets de grabación de Hollywood. En México, es también el caso siniestro de Marcial Maciel o el reciente del cura Raúl “N”, sentenciado a 90 años de prisión por el cargo de violación; o el del otrora cura, Carlos “N”, sentenciado a 63 años de cárcel por el mismo delito.
Ningún espacio se salva; en la Universidad de Guanajuato, esta semana se dio a conocer la denuncia de 16 estudiantes que han sido víctimas del acoso sexual de varios de sus profesores, ante el silencio y la reacción lenta y hasta agresiva de las autoridades, de acuerdo con el relato de las jóvenes víctimas.
Detrás de estos “eventos”, lo que se encuentra como trasfondo es una sociedad con una salud mental precaria; y es que vivimos en una sociedad inundada de violencia, en todas sus formas, y que se expresa y materializa en sus peores dimensiones: Feminicidios, desapariciones forzadas, tortura, entierros clandestinos masivos, desmembramiento de cuerpos: La maldad radical materializada.
La Encuesta Nacional sobre Discriminación nos dice que el 10% de las niñas y niños de 9 a 11 años ha sido maltratado en su casa; desde esta perspectiva, vale la pena preguntar: ¿Cuánto abuso, cuánta violencia y cuánto maltrato se mantiene detrás de las paredes?
Y también cuestionar: ¿Cuántas niñas y niños son abusados y violentados en instituciones y servicios religiosos? ¿Cuántas personas al servicio del poder eclesial son víctimas de la perversidad y maldad de varios de sus jerarcas? Por ello, indigna doblemente que, en la institución religiosa mayoritaria del país, haya líderes que sean capaces de responsabilizar a las víctimas de “tentar o provocar a sus mayores”.
Lo peor de todo esto, desde una perspectiva institucional, es la inmensa desprotección en que viven niñas, niños, adolescentes y mujeres, quienes son mayoritariamente las víctimas de estos delitos: ¿A quién recurrir para denunciar los abusos, para exigir que paren y para tener garantía de que se tendrá acceso a la justicia y a la reparación del daño?
De manera lamentable, en las últimas décadas ha habido una auténtica “retirada de las instituciones públicas” ante estos problemas. A pesar de la urgencia, la respuesta ha sido más que lenta; a pesar de tanto dolor y violencia, los recursos destinados a la prevención y erradicación de estos crímenes han sido insuficientes y asignados con regateos y a veces a regañadientes; las estrategias implementadas se han limitado a comerciales en medios de comunicación, mientras que todos los días, lejos de solucionarse, la problemática parece crecer sin límites.
Los depredadores sexuales deben ser detenidos en su capacidad de actuar. Pero eso exige que, para empezar, la perspectiva de género realmente sea un eje transversal en todas las políticas públicas; y en el mismo nivel y con la misma fuerza, la perspectiva de los derechos de la niñez; porque en materia de abuso sexual y explotación sexual comercial, las niñas y los niños son igualmente vulnerados.
No es normal que un adulto abuse de una niña o niño; no es normal que los profesores inviten a sus alumnas a salir o a sus casas; no es normal que un jefe utilice su posición para pedir “favores sexuales”; no es normal la persistencia del abuso, el maltrato y la violencia. Los depredadores se tiene que acabar, pero ya.
Investigador del PUED-UNAM
Twitter: @mariolfuentes1