Escrito por 12:00 am Cultura, Mario Luis Fuentes

Contra el prgamatismo

El pragmatismo es una teoría, pero a la vez es una doctrina política en la cual se asume que la mejor manera de juzgar la pertinencia, e incluso la verdad de ciertas decisiones morales, es centrarse en sus efectos prácticos. William James llegó a plantear en ese sentido que “lo verdadero es lo ventajoso”. Pareciera, en un primer momento, que esta posición permite superar la crítica kantiana a la idea relativa de que “el fin justifica los medios”. 


Para el pragmatismo este imperativo no siempre resulta útil para una sociedad pues, en ocasiones, es sólo a través de ciertos medios que lo “ventajoso” o “práctico” para una sociedad puede alcanzarse. Así las cosas, hay determinadas situaciones en que el Estado o las instituciones públicas, por ejemplo, deben asumir decisiones que, analizadas de manera aisladas podrían resultar condenables, pero cuyos efectos futuros o posibles, hacen que esa determinación se vuelva aceptable.

Considerando estas posiciones, la cuestión que es importante plantear en nuestros días es, en qué medida el pragmatismo es compatible con la democracia. Dilucidarlo implica considerar tres premisas básicas: a) La democracia constituye el discurso en que todos los discursos son posibles, excepto el que atenta en contra de la propia democracia; b) La democracia, o es social, o no es auténticamente democracia; y c) la concreción del Estado democrático implica por necesidad que éste sea un Estado de bienestar; de otro modo, no es democrático.

Por qué se asume categóricamente lo anterior, es fácil de dilucidar: las democracias contemporáneas no pueden ser comprendidas si no es en el marco de la defensa y garantía de los derechos humanos. Al ser así, todo Estado democrático debe reconocer que los derechos humanos jamás pueden ser suspendidos, condicionados o negados.

En esa tesitura, es evidente que jamás nada puede ser antepuesto al cumplimiento universal, integral y progresivo de los derechos humanos; por lo que, aun cuando fuese posible asumir que la suspensión de alguno de los derechos en un momento determinado implicaría un escenario de mayor provecho en el futuro, la mera suspensión de tal derecho implicaría, desde ya, una violación grave a la esencia constitutiva del Estado democrático.

Desde esta perspectiva, prácticas que con anterioridad podían justificarse desde el argumento de la “razón de Estado”, son inaceptables en un régimen que se asume democrático. Así, el espionaje, la censura, la mentira, coartar, presionar o intentar limitar la libertad de expresión; la negativa a tener gobiernos transparentes y que rindan cuentas; el secreto por razones de “utilidad pública” y otras prácticas comunes en regímenes o modelos autoritarios, resultan a todas luces prácticas abominables que deben ser desterradas de nuestro quehacer público cotidiano.

“La idea del secreto resulta en sí misma repugnante”, sostendría alguna vez el presidente John F. Kennedy; y esto es así, porque en ella se encierra la lógica y esencia del pragmatismo político, pues en esa visión del mundo, primero se encuentra “el Estado”, “la sociedad”, “la economía” o cualquier otra abstracción, frente a la cual las personas pueden y, ocasionalmente, deben, ser subsumidas.

Hoy, frente al gobierno de Donald Trump; frente a las propuestas y posiciones de los partidos conservadores en Europa; frente a nuestros débiles sistemas democráticos en América Latina, tenemos la responsabilidad de construir nuevas propuestas éticas para la práctica política; para la defensa a ultranza de los derechos humanos y para la reconstrucción del Estado de bienestar.

La corrupción, la impunidad, la desigualdad, la pobreza y los rezagos sociales, la violencia, las agresiones contra la prensa y la sociedad civil, entre otros males cotidianos, son resultado en buena medida del asentamiento de un pragmatismo cínico en prácticamente todas las esferas del poder; por lo que, en democracia, urge rechazarlos y construir alternativas verdaderamente comprometidas con los derechos humanos.

Para el pragmatismo este imperativo no siempre resulta útil para una sociedad pues, en ocasiones, es sólo a través de ciertos medios que lo “ventajoso” o “práctico” para una sociedad puede alcanzarse. Así las cosas, hay determinadas situaciones en que el Estado o las instituciones públicas, por ejemplo, deben asumir decisiones que, analizadas de manera aisladas podrían resultar condenables, pero cuyos efectos futuros o posibles, hacen que esa determinación se vuelva aceptable.

Considerando estas posiciones, la cuestión que es importante plantear en nuestros días es, en qué medida el pragmatismo es compatible con la democracia. Dilucidarlo implica considerar tres premisas básicas: a) La democracia constituye el discurso en que todos los discursos son posibles, excepto el que atenta en contra de la propia democracia; b) La democracia, o es social, o no es auténticamente democracia; y c) la concreción del Estado democrático implica por necesidad que éste sea un Estado de bienestar; de otro modo, no es democrático.

Por qué se asume categóricamente lo anterior, es fácil de dilucidar: las democracias contemporáneas no pueden ser comprendidas si no es en el marco de la defensa y garantía de los derechos humanos. Al ser así, todo Estado democrático debe reconocer que los derechos humanos jamás pueden ser suspendidos, condicionados o negados.

En esa tesitura, es evidente que jamás nada puede ser antepuesto al cumplimiento universal, integral y progresivo de los derechos humanos; por lo que, aun cuando fuese posible asumir que la suspensión de alguno de los derechos en un momento determinado implicaría un escenario de mayor provecho en el futuro, la mera suspensión de tal derecho implicaría, desde ya, una violación grave a la esencia constitutiva del Estado democrático.

Desde esta perspectiva, prácticas que con anterioridad podían justificarse desde el argumento de la “razón de Estado”, son inaceptables en un régimen que se asume democrático. Así, el espionaje, la censura, la mentira, coartar, presionar o intentar limitar la libertad de expresión; la negativa a tener gobiernos transparentes y que rindan cuentas; el secreto por razones de “utilidad pública” y otras prácticas comunes en regímenes o modelos autoritarios, resultan a todas luces prácticas abominables que deben ser desterradas de nuestro quehacer público cotidiano.

“La idea del secreto resulta en sí misma repugnante”, sostendría alguna vez el presidente John F. Kennedy; y esto es así, porque en ella se encierra la lógica y esencia del pragmatismo político, pues en esa visión del mundo, primero se encuentra “el Estado”, “la sociedad”, “la economía” o cualquier otra abstracción, frente a la cual las personas pueden y, ocasionalmente, deben, ser subsumidas.

Hoy, frente al gobierno de Donald Trump; frente a las propuestas y posiciones de los partidos conservadores en Europa; frente a nuestros débiles sistemas democráticos en América Latina, tenemos la responsabilidad de construir nuevas propuestas éticas para la práctica política; para la defensa a ultranza de los derechos humanos y para la reconstrucción del Estado de bienestar.

La corrupción, la impunidad, la desigualdad, la pobreza y los rezagos sociales, la violencia, las agresiones contra la prensa y la sociedad civil, entre otros males cotidianos, son resultado en buena medida del asentamiento de un pragmatismo cínico en prácticamente todas las esferas del poder; por lo que, en democracia, urge rechazarlos y construir alternativas verdaderamente comprometidas con los derechos humanos.

 @MarioLFuentes1

Artículo publicado originalmente en “Excélsior” el  29 de mayo de 2017 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte

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