Escrito por 12:00 am Agendas locales, Especial

Contradicción en MAYÚSCULAS

por David Calderón

Hoy por hoy el Estado mexicano no alcanza a garantizar la plena seguridad en el entorno de las comunidades educativas. Con gran impotencia hemos asistido a un recrudecimiento de la violencia física, que impacta negativamente los alrededores inmediatos de la escuela: fuego cruzado en las calles cercanas, retenes ilegales en las zonas rurales, e incluso el fenómeno de extorsión o secuestro de maestros, instructores comunitarios y padres de familia


Durante siglos pareció normal que la educación respetara y reforzara la segmentación de la sociedad. Al inicio, sólo los hijos de las élites podían aspirar a una educación formal; para los chicos menos favorecidos, el único aprendizaje disponible sería el duro paso como aprendiz por los oficios de sus padres o en talleres de jornadas interminables, con castigos corporales al orden del día. Para todos, privilegiados o desposeídos, la educación también se daba a través de un sometimiento a la intervención de comunidades religiosas, típicamente enemistadas unas con otras.

Ante las brutales carnicerías de las guerras europeas de religión en el siglo XVII, el educador checo Jan Amos Comenius visualizó una educación diferente: universal, generalizada, que pusiera a los niños de todos los orígenes sociales en contacto entre sí y con lo mejor de la civilización; una educación humanista en la cual las diversas preferencias religiosas fueran presentadas con respeto e imparcialidad, y sobre todo que preparara para la paz, a partir de reconocer la diferencia en las opciones de vida, de celebrar la diversidad entre ellas y de reforzar la libertad de cada persona. Comenius veía la escuela como cuna de la paz: ahí, en los corazones de la nueva generación, se tenía que parar la locura fraticida, y desterrarse para siempre la posibilidad de que −para obtener una ventaja, para concretar un despojo o para dar curso al odio− alguno de nosotros se permitiera cruzar hacia la violencia y agredir a sus semejantes.

A pesar de que la mayoría de los actuales sistemas nacionales de educación, entre ellos el mexicano, reconocen formalmente estos ideales en sus propósitos y normas, se requiere una renovación de esa visión en cada generación, y sobre todo acciones concretas que nos pongan en la ruta de la paz. La escuela debe prepararnos para saber y saber hacer, pero igualmente para saber ser y saber convivir. Si la escuela está plagada por la violencia, y nos acostumbramos a su insidiosa presencia, entonces la esperanza quedará herida y caeremos en una contradicción mayúscula, en una contradicción en mayúsculas: el laboratorio de la paz habrá dejado de cumplir su función, y en lugar de influir en su contexto, habrá dejado entrar una de sus peores limitaciones.

He tenido la pena de escuchar historias acerca de zonas de Guerrero, Durango o Nuevo León que se están despoblando de maestros porque piden su cambio ante el riesgo que les representa la sencilla asistencia a su centro de trabajo; es comprensible, pero los niños y sus familias se quedan ahí, con la violencia-ambiente y sin clases.

Además de exigir, como ciudadanos, un enérgico y coordinado esfuerzo de resguardo a las escuelas, en su carácter de espacios prioritarios para la seguridad nacional, es importante que, de puertas para dentro, también haya condiciones que alejen todo daño y amenaza entre los adultos y los niños y jóvenes, y de los pares entre sí.

No podemos circunscribir las dificultades al llamado bullying. El hostigamiento violento entre pares por parte de los niños y adolescentes es muy lamentable, pero no es la única posibilidad; hay también violencia entre los adultos, y de los adultos con respecto de los niños. Por ello, es más preciso y completo hablar de “violencia escolar”. No sólo hay que considerar actos explosivos de daño físico concreto; el maltrato –sea abuso verbal, discriminación, burla, humillación− incluye también las actitudes, y puede englobar a la comunidad escolar entera: ir a la escuela puede experimentarse como agresión, por la hostilidad sufrida en el salón, en el patio, a la salida.

Conocer las anécdotas es devastador, pero los datos generales nos presentan un reto enorme: no son eventos aislados, sino picos de situaciones cotidianas, recurrentes y extendidas. Según lo recabado por la Primera Encuesta Nacional de Exclusión, Intolerancia y Violencia en Escuelas Públicas de la Educación Media y Superior, de 2008, realizada por la sep a 13,104 estudiantes de 15 a 19 años, el 44.6% de los jóvenes varones y 26.2% de las mujeres encuestadas reconoció haber abusado de sus compañeros; mientras que 40.4% y 43.5% respectivamente, aceptaron que habían ignorado la práctica, en tanto que 39.3% y 18.5% había puesto apodos ofensivos.

En el Estudio Internacional sobre Enseñanza y Aprendizaje (TALIS), también de 2008, los maestros mexicanos afirmaron en 61% de los casos la presencia de intimidación, abuso o agresión verbal entre estudiantes de secundaria. En el Estudio Internacional sobre Formación Cívica y Ciudadanía (ICCS) de 2009, casi la tercera parte de los jóvenes de segundo de secundaria reportaron que sería “divertido” o que “no les importaría” ver que peguen, lastimen, se burlen de o insulten a un compañero de escuela; 45% dicen que han sido golpeados, empujados o pateados, y 67% reportan haber sido insultados en la escuela, niveles superiores al promedio de otros países de América Latina, que registra 35% y 60%, respectivamente, de dichos incidentes. Por ello, la violencia en la escuela es un tema de apremiante actualidad y de definición misma del éxito educativo.

¿Qué nos está pasando? ¿Hay objetivamente un aumento de la violencia?

Los expertos más renombrados en el tema –Peter Smith, inglés, y Christina Salmivalli, finlandesa− reconocen un doble movimiento en estudios comparativos a lo largo y ancho de todo el planeta: hay un efectivo aumento de agresión en el contexto escolar, y además hay una visibilización distinta. El arreglo escolar del pasado no fue una “edad de oro”; como ya dije, la sociedad machista, vertical y autoritaria propició que el abuso físico se considerara parte del proceso de aprendizaje. “La letra con sangre entra” fue la divisa de humillaciones a los alumnos de menor desempeño; a veces fueron los propios padres los que incitaban a los maestros a usar medidas disciplinarias desproporcionadas y a mantener en la escuela un ambiente contrario a la empatía y la compasión.

Por lo tanto, no se trata de mirar al pasado con nostalgia, sino de creer y de crear una escuela distinta. Necesitamos todos, en los hechos, empeñarnos en que el sistema escolar funcione como dispositivo cultural para reinventarnos como sociedad. La escuela violenta es una contradicción en los términos, el suicidio de la congruencia.

¿Por qué puede instalarse la violencia en la escuela?

Básicamente por un mecanismo de transferencia: abuso y sumisión son la mayor parte de las veces conductas que se inician en el hogar y se llevan a la escuela. De ahí la gran responsabilidad de los padres y madres; con honestidad debemos preguntarnos qué aprenden de nosotros, de nuestras actitudes y formas de afrontar el desacuerdo. ¿Está bien pegar primero y luego averiguar? ¿Tener mayor fuerza da derecho al despojo y a la grosería? Revisemos si el mensaje que les damos es “vales poco y es normal que te maltraten”; “no puedes esperar una intervención inmediata de un adulto que impida el daño y sancione la ofensa”. El abuso y la sumisión suelen aprenderse, y en ello la dinámica familiar es fundamental.

Los estudios de psicología social demuestran que el abuso y la sumisión son actitudes minoritarias: verdugo y víctima suelen ser casos extremos e identificables. Pero lo que más favorece la violencia escolar –como la social− es la multitud silenciosa y cómplice. Si como adultos reforzamos a la generación joven el decreto de que lo mejor es no intervenir, dejar que pase y suspirar aliviados que “no nos tocó”, o peor, hacer el juego y la comparsa festejando al abusivo, entonces no esperemos que acabe la violencia escolar. Es más, no esperemos que acabe la violencia fuera de la escuela, porque el principio es el mismo: el abuso se da por hay un abusivo en un contexto de impávidos, negligentes o cobardes. Los grandes crímenes universales, como los genocidios contra gitanos, judíos, indios americanos o armenios fueron posibles por “gente como uno”, por la pasividad de los muchos ante la violencia de pocos.

Como humanos que somos, sería falta de realismo suponer que en un espacio de tantas horas de convivencia como es la escuela no vayan a surgir desavenencias, o que algún estudiante no pueda caer en la tentación de imponerse por la fuerza física; muy distinto es desertar de la obligación clara y permanente de los educadores para hacerse responsables del buen trato y de la colaboración digna, formativa y satisfactoria.

Nuestros maestros frecuentemente no encuentran los elementos suficientes, ni en su formación inicial en las Normales, ni en la oferta de formación continua de cursos y talleres, ni en el apoyo de la supervisión o las Unidades de Apoyo para saber manejar las situaciones de tensión en un grupo escolar. Algunos desde su perfil –no les gusta estar con niños o con adolescentes− y muchos en su preparación didáctica, no desarrollaron habilidades para manejar la dinámica grupal como una convivencia interesante, que despierta el apetito por el descubrimiento y que fija hábitos no a la fuerza, sino con la evidencia de su utilidad. Esto nos lleva a un cuestionamiento sobre la selección y preparación de los docentes: ¿quiénes queremos que sean los maestros de nuestros hijos?

El conflicto entre los adultos le suma a la violencia escolar. Además de lo que hemos dicho en cuanto a la responsabilidad de los padres para no heredar a sus hijos las actitudes destructivas o pasivas, podemos observar su falta de comprensión y presencia para hacer alianza con los maestros.

Por otra parte, los docentes y directores gastan energías preciosas en un sistema en el que el avance profesional –y económico− del maestro está fuertemente condicionado por su pertenencia o apoyo a determinados grupos gremiales. Quedar bien, aguantar insolencias, hacer “grilla” o sufrirla, asumir trabajos que a uno no le tocaban, ser forzado a firmar apoyos o acudir a reuniones impuestas son todos abusos que los maestros –en diversa medida, desde algo ligero aunque odioso, hasta imposiciones escandalosas− han de sobrellevar a diario. Mientras no establezcamos en México un sistema de reconocimientos, promociones e incentivos que sea transparente, los maestros están sujetos a coacción, inquietos porque su mérito educativo no cuenta a favor de su nivel de vida, incómodos con representaciones sindicales que los defienden en lo general y los oprimen en lo particular.

Para superar la violencia en la escuela y en torno a ella, no sirven medidas superficiales ni aisladas. Hay esperanza en cambios normativos recientes –cinco entidades ya tienen leyes específicas al respecto− y se avanza en experiencias de prevención de la violencia conducidas por colectivos de padres y maestros, organizaciones de la sociedad civil, grupos de pedagogos y psicólogos, equipos especializados de los gobiernos locales.

Necesitamos entender y tratar la dinámica familiar; reducir y reprochar el espectáculo de la violencia en los medios masivos de comunicación; rechazar la estigmatización por género, origen étnico o preferencias; formar mejor a los maestros, apoyar su autoridad basada en la disciplina razonada y el acuerdo; liberarlos de un sistema que los tiene por el cuello, para permitirles crecer como profesionales de un aprendizaje que no sólo se reduce a lo académico, sino que toca lo vital, desde la ejemplaridad y la puesta en marcha de experiencias de desarrollo comunitario.

Lo más importante es recordar que la escuela no tiene que repetir fatalmente un mundo de autoridades insensibles, líderes corruptos, padres golpeadores o narcos dementes. En la escuela podemos volver a empezar. No siempre podemos aislar a la escuela de la violencia; pero lo importante es que no sea receptáculo pasivo, sino motor de combustión interna. La escuela no tiene que ser el reflejo, sino el proyecto de la comunidad: una comunidad de paz, de respeto, de solidaridad y de afecto.•

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