Es difícil que un gobierno pueda cumplir cabalmente con sus responsabilidades cuando se encuentra en un estado de crisis permanente, y peor aún, cuando esa crisis tiene como origen una corrupción sistémica que fractura la confianza de la ciudadanía en sus representantes y gobernantes. El resultado es disruptivo del orden institucional: en un Estado en el cual la corrupción es generalizada, se pierde cualquier viso de legitimidad en la toma de decisiones y, con ello, también se vuelve imposible la convocatoria, desde las autoridades estatales, para impulsar proyectos compartidos para el desarrollo y el bienestar.
En un Estado en donde la corrupción es sistémica, cualquier discurso público en torno al compromiso del gobernante con los derechos humanos resulta hueco y hasta esquizofrénico: porque por un lado es evidente el proceso de enriquecimiento desmedido de las élites; mientras que, por el otro, la propaganda gubernamental, en todos los órdenes y niveles, habla de una realidad que no es palpable para nadie.
En un régimen presidencial como el nuestro, para colmo, en donde el titular del Ejecutivo es depositario de la representatividad del Estado y simultáneamente, de la jefatura del Gobierno, el estado general de la opinión pública se convierte en un ejercicio de asignación personal de responsabilidades.
Una de las consecuencias de lo anterior puede resultar, incluso, paradójica: pues si bien es cierto que un estado generalizado de corrupción le genera severos costos políticos al titular del Ejecutivo, al mismo tiempo, también, permite que las otras responsabilidades “se diluyan”, generando la posibilidad de que, en los estados y los municipios, la corrupción parezca no sólo normal, sino un “juego de niños”, comparado con lo que ocurre en las más altas esferas del poder.
Ante el inminente cierre de sexenio, el Presidente de la República está obligado a llevar a cabo un ejercicio extraordinario de probidad y comportamiento ejemplar en lo que le queda de mandato.
En congruencia con lo anterior, no puede dejar de lado lo que está ocurriendo en torno al Sistema Nacional Anticorrupción. No puede darle lo mismo que el Consejo Ciudadano que acompañaría el proceso de implementación del Sistema renuncie; y no puede asumir solamente que el Estado y su entramado institucional puede resistir más tal y como está.
Estudios de la Universidad de Pensilvania muestran que la corrupción no sólo tiene efectos negativos en las instituciones, sino también en la salud mental y en la configuración de las mentalidades de las sociedades que la padecen. Los mercados se distorsionan, y se llegan a crear incluso “instituciones paralelas”, que no necesariamente actúan, como ya lo hace el crimen organizado y su poderosa estructura económica y social, en el marco de la legalidad.
La corrupción duele, nos alertan los expertos. Su presencia generalizada provoca confusión en los gobernados; rompe con las expectativas de cambio y de movilidad social. Así las cosas, cuando la élite gobernante nos muestra que la democracia significa impunidad y enriquecimiento ilícito; que el bienestar sólo es posible para unos cuantos; que se puede ser criminal sin consecuencias, entonces la población simplemente rechaza a la democracia y se abren las puertas a tenebrosas formas de autoritarismo que no buscan, sino garantizar los privilegios de los pocos que hoy se han apropiado prácticamente de todo.
La corrupción es asesina; de eso no hay duda. Es contraria al crecimiento económico y al desarrollo; genera un estado generalizado de incumplimiento de derechos, erosiona la legitimidad institucional, fractura la confianza en la ciudadanía y provoca un estado de cosas inamovibles, protegido por oscuros pactos de impunidad.
Ya no hay margen. La corrupción ha provocado ya muchos muertos, muchas enfermedades prevenibles, mucha ignorancia y muchas oportunidades perdidas. La disyuntiva es simple: o nos decidimos a transformar nuestro régimen de gobierno hacia uno de honestidad y transparencia, o condenamos a nuestros hijos a vivir en medio de la pobreza, el atraso y la violencia.
Artículo publicado originalmente en “Excélsior” el 17 de julio de 2017 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte