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Cosas veredes: récord de homicidios

por Luis de la Barreda

La cifra es espeluznante: en México se registraron 27,199 homicidios dolosos (intencionales) en 2011, es decir, 24 por cada 100,000 habitantes. Hoy estamos peor que hace 20 años


De 1992 a 2007 en nuestro país había venido descendiendo sostenidamente la tasa de homicidios dolosos: disminuyó en ese lapso de 19 a 8 por cada 100,000 habitantes. Ocho es una incidencia altísima si nos comparamos con los países más seguros del mundo, pues, por ejemplo, en España se comete uno solo y en Japón apenas 0.5 homicidios dolosos por cada 100,000 habitantes; pero no es nada mala si la comparación la hacemos entre el México de 2007 y el de 15 años atrás.

Sin embargo, a partir de 2007 —en que se produjeron 8,867— el número de homicidios dolosos se empieza a disparar, y en sólo cuatro años aumentó 200%, algo históricamente atípico en el mundo. Inevitablemente, el dato será uno de los que distingan al gobierno de Felipe Calderón. Aunque la responsabilidad de la seguridad pública no es sólo del gobierno federal, sino también de todos los gobiernos estatales y municipales, fue la estrategia de la denominada “guerra contra las drogas” —mejor dicho, la falta de estrategia— el principal detonante del crecimiento desmesurado de las muertes violentas.

El presidente Felipe Calderón enarboló como uno de los objetivos centrales de su régimen el de mejorar la seguridad pública y ésta ha sufrido durante su administración el peor deterioro del México contemporáneo. Más allá de las buenas intenciones, el fracaso es evidente. Y doloroso, por el costo en vidas humanas y otros bienes jurídicos lesionados, y porque en muchas regiones de nuestro país la calidad de vida —que supone la vigencia efectiva del Estado de Derecho y condiciones elementales de tranquilidad— se ha erosionado gravemente.

El descenso de la tasa de homicidios dolosos en el mundo es uno de los signos del avance del proceso civilizatorio. El incremento en nuestro país de 200% es una catástrofe. Por otra parte, no se cumplió ninguno de los objetivos de la “guerra”, sino todo lo contrario: aumentaron las zonas de cultivo, el consumo y el tráfico de drogas.

Al ascenso vertiginoso de los homicidios dolosos —así como de las extorsiones y los secuestros— hay que agregar el repunte de las violaciones a los derechos humanos: la aplicación abusiva del arraigo; los obstáculos a los defensores de los inculpados; las detenciones ilegales; la inflación de la prisión preventiva; la tortura; las falsas acusaciones; y las desapariciones forzadas.

Hay que añadir también, para completar el panorama desolador, el desmesurado crecimiento de la impunidad. Si nuestros ministerios públicos han sido ineficaces hasta la caricatura, con la constante subida de los delitos graves el porcentaje de los que quedan impunes se ha elevado considerablemente.

La seguridad pública es un derecho humano de la más alta importancia, condición indispensable para que se pueda disfrutar con sosiego de los demás derechos. No será fácil rescatarla, pero en ese reto nos jugamos la viabilidad de la convivencia civilizada.

¿Es exagerado decir que México vive una de las peores tragedias de su historia?

Quizá la rabia y la impotencia con que nos enteramos de los asesinatos de gente inocente nos sugieran que nuestro país atraviesa uno de sus más amargos momentos, haciéndonos olvidar otros años aciagos que también dejaron una estela de dolor y muerte. En uno de sus relatos Borges se refirió a cierto personaje diciendo que le tocaron tiempos difíciles… como a todos los hombres.

Exageración o no, nadie podría negar que varias zonas del país, cada vez más numerosas, viven una pesadilla que hace tan sólo un par de lustros era inimaginable. Las cifras hablan por sí solas. En unos cuantos años se han disparado los delitos que más erosionan la convivencia civilizada.

El discurso oficial atribuía las denominadas “ejecuciones” a pugnas entre las diversas bandas del crimen organizado que pelean mercados, territorios y poder. Pero cada vez resulta más notorio —escalofriantemente notorio— que entre los asesinados hay un buen número de personas a las que ningún indicio señala como involucradas directa ni indirectamente con la delincuencia.

En ocasiones los asesinatos de personas que no la debían ni la temían se han debido a abusos o errores de policías o militares que, sujetos a un estrés brutal porque saben que en la batalla que libran cualquier parpadeo puede costarles la vida, dispararon contra el blanco equivocado; o bien a que las víctimas se encontraban en el instante y el lugar desafortunados en los que una bala perdida, proveniente de un enfrentamiento, los alcanzó. En esos casos el azar juega un papel importante.

Pero otras veces las balas que han segado las vidas de inocentes han sido dirigidas deliberadamente contra ellos. Éstos son los crímenes más inquietantes: es profundamente perturbador no saber el móvil de los asesinos. Salta en pedazos la creencia de que el que nada debe nada teme. Los porqués se atropellan delirantemente convertidos en elucubraciones sin sustento razonable.

Allí donde la razón no alcanza para explicar hechos terribles, donde las razones se ocultan al discernimiento, el espanto es mayor. Por eso aterra el asesino serial aún no descubierto. Si sólo él sabe por qué motivos elige a sus víctimas, cualquiera puede ser el elegido. Cuando no se trata de un asesino serial, sino de reiterados asesinatos inexplicables —de los que estamos siendo testigos atónitos—, nos sentimos a la intemperie. Se pregunta Ángeles Mastretta: “¿Quiénes son éstos que así matan? ¿Tienen mujer, hermanos, hijos…? ¿Tienen padres?” •

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