por Pablo Majluf
Servida la coyuntura, el tema apenas exige justificación. Una década marcada por la lucha contra el crimen organizado evidencia una relación antes inadvertida: movilidad social y delincuencia organizada. ¿Qué conexión esconden?
Según un estudio de Viridiana Ríos, directora de México ¿Cómo Vamos?, el narcotráfico es el quinto mayor empleador del país. “Estimados recientes”, apunta el estudio, “muestran que en México hay 468 mil personas que se dedican al narco (Ríos y Sabet 2008); esto es cinco veces la gente de la industria maderera mexicana y tres veces el personal de Pemex — la petrolera con más empleados del mundo. Campesinos, matones, vigilantes, capos, abogados, doctores, secretarias; el narcotráfico necesita de todo, y de todo emplea” (Ríos, 2008). Hasta militares, como indica el reciente ensayo La captura criminal del Estado de Héctor Aguilar Camín.
Éste relata que, en 1998, el incipiente grupo de desertores del ejército, autodenominado “Los Zetas”, empezó a colocar atractivas invitaciones en el corredor del Golfo con la intención de reclutar adeptos. Las primeras narco-mantas decían: “El grupo operativo Los Zetas te necesita, soldado o ex-soldado”. “Te ofrecemos un buen salario, comida y atención para tu familia: ya no sufras hambre ni abusos nunca más”. “Únete al Cártel del Golfo. Te ofrecemos beneficios, seguro de vida, casa para tu familia. Ya no vivas en tugurios ni uses los peseros. Tú escoges el coche o la camioneta que quieras” (Aguilar Camín, 2015) (I). Cinco años más tarde, Los Zetas tenían células en toda la República.
Aunque en un inicio las narcomantas de Los Zetas estaban dirigidas a militares y su éxito puede atribuirse a problemas exclusivos del ejército, no es fortuita la siguiente cuestión: ¿Qué tan sombrío habrá sido el panorama de movilidad social para estos soldados y sus familias –incluso con la amplia cobertura de servicios de seguridad social que, a diferencia de la mayoría de instituciones, provee el ejército– para que prefirieran el crimen organizado?
La gran mayoría de los mexicanos ciertamente no escoge la delincuencia… los que sí, acaso guardan valiosas incógnitas sobre el estado de nuestra movilidad social. ¿Por qué alguien preferiría la vía del crimen? ¿Por qué no la escuela, el trabajo, el ejército, los deportes, incluso la migración? A primera vista, la pregunta arroja una clara hipótesis: el crimen aspira a sustituir las vías tradicionales de la escalera; sea porque aparentemente lo hace más rápido y mejor, o porque los caminos tradicionales son inaccesibles.
Algunas cifras sobre el ingreso temprano al crimen sugieren que la tentación no es menor. La juventud es buen indicador: abarca la edad escolar, una de las vías tradicionales de movilidad social (II). Según cifras de la Red por los Derechos de la Infancia, casi 30 mil menores cooperan con la delincuencia organizada en México (RDI, 2012). Otros datos de la PGR aseguran que en el sexenio de Calderón 5,585 menores fueron detenidos por delitos graves: desde daños contra la salud y robo con violencia, hasta secuestro y homicidio. La antropóloga Elena Azaola, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores de Antropología Social (CIESAS), ha estudiado con vigor el tema: 28% de los menores que cometieron un delito en 2014, dijeron que lo hicieron porque “no tienen sueños ni futuro” (Azaola, 2015).
El Informe de Movilidad Social 2013 del Centro de Estudios Espinosa Yglesias nos ofrece una pista concreta. Sólo uno de cada cinco y uno de cada cuatro encuestados dijeron que la educación y el trabajo, respectivamente, eran “motores” efectivos de movilidad social (III). Así, no sorprende que, según reportes de diversas organizaciones, la delincuencia acoja desertores escolares desde los 12 años, ni que, como menciona el estudio de Viridiana Ríos, reclute tantos profesionistas (IMS, 2013).
Esta posible relación se sustenta en una de las teorías criminológicas más aceptadas: la de la frustración, del sociólogo Robert Agnew, basada a su vez en las teorías de Robert Merton. Según ésta, el crimen se vuelve un medio para obtener metas que la sociedad estima positivas y que generalmente están asociadas con la movilidad social –dinero, estatus, sentido de pertenencia, poder, salud–, porque su consecución se ve frustrada en el contexto específico del individuo.
“El Chapo” Guzmán, por ejemplo, nació en La Tuna, un pueblito de doscientas personas en la cabecera municipal de Badiraguato, Sinaloa. Según el INEGI, el propio Badiraguato –no se diga La Tuna– es de los 200 municipios más pobres de México; según el CONEVAL, 75% de su población vive en algún tipo de pobreza, un tercio de éste en condiciones extremas. Se trata de un pueblo inmerso en una pobreza avasalladora, desprovisto de posibilidades educativas, culturales, económicas y profesionales. Si no fueran suficientes los 97 kilómetros a recorrer para la escuela más cercana cuando “El Chapo” era niño, sumémosle escasez de agua corriente y desagüe, casas sin piso y en ocasiones sin luz; ningún hospital, ningún centro recreativo, ninguna institución de representación política. En pocas palabras, nulas posibilidades de movilidad social. Como dijera alguna vez un miembro del equipo de un ex-alcalde de Badiraguato, relatado en el El Último Narco de Malcolm Beith (2011), “¿para qué querría uno ir a La Tuna? Está jodido allá”.
La teoría de Agnew sugeriría que “El Chapo” soñaba, como cualquier ser humano, con su propia movilidad social, pero que su contexto inmediato —uno en el que además, la única forma de producción era la agrícola y dentro de ésta la mejor era la amapola y la marihuana— frustraba el ascenso. ¿Qué otra cosa se podía esperar? “El hombre y sus circunstancias”, como diría Ortega y Gasset (IV). Ahí, según Agnew, es donde algo significa el valor que la cultura otorga a los afanes del crimen: dinero; mujeres; ropa; poder; respeto; sentido de pertenencia. Tan la cultura promueve esos valores y los medios tradicionales de movilidad social fracasan en concederlos, que la subsecuente frustración invita inevitablemente a la delincuencia: para algunos, como el Chapo, resulta una vía exitosa.
No obstante, suponer que “El Chapo” es representativo puede ser engañoso. ¿Cuántos, como él, empiezan de jóvenes sicarios y acaban en la cúspide de un emporio criminal global? En este sentido, ¿qué tanta movilidad social realmente ofrece el crimen? Las pocas cifras indican que no mucha: la mayoría termina muerta o encarcelada… y pronto (Reile, 2015) (V). Las organizaciones criminales suelen tener estructuras rígidas y verticales donde la antigüedad, parentesco, derechos adquiridos, incluso la desigualdad de sueldos hacen difícil la movilidad. En esa lógica, la violencia se puede volver un accesorio útil para sobresalir (Vázquez, 2015) (VI).
Quizá lo sustancial, entonces, es la ilusión de ascenso que proyecta el crimen, la fantasía de movilidad. En una conjetura un poco aventurada, no es que el crimen garantice la movilidad social, sino que la vende mejor que ciertas vías tradicionales… y ahí radica la tragedia: la apuesta es atractiva.
Como vimos en el Informe de Movilidad Social, pueden ser tan bajas las expectativas de ascenso por vías tradicionales en México que, a pesar del sombrío camino del crimen, más de uno está dispuesto a tomarlo. Bajo este supuesto, la solución parece obvia: no sólo fomentar la movilidad social real en las vías tradicionales, sino venderla mejor.
Un escenario así nos lleva de vuelta a “El Chapo”: un hombre audaz e inteligente, auténtico líder con gran intuición empresarial, el “Steve Jobs” de la coca, buen negociante, comprometido y eficaz: ¿qué hubiera sido de él con otra orientación? Para vender bien, sin embargo, hay que tener un buen producto, y eso nos exige incrementar la movilidad social en vías tradicionales… no sólo porque sea una causa noble per se, sino porque puede ser un arma efectiva contra el crimen (VII).
Notas:
I. Cabe señalar que el paquete de “beneficios” que ofrecían Los Zetas, con la excepción de una pensión para el retiro, se asemeja al propuesto por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias en el libro El México del 2012: Reformas a la hacienda pública y al sistema de protección social.
II. Según datos del Centro de Estudios Espinosa Yglesias, con base en la ENIGH 2012, los grupos más propensos a la deserción escolar son los expuestos a condiciones de vulnerabilidad y pobreza extrema, particularmente entre los 3-5 años (preescolar) y los 15-17 años (media superior), lo cual sugiere que la deserción no siempre es una elección consciente y voluntaria.
III. Encuesta EMOVI-2011
IV. Según el Informe Regional sobre Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe 2010, la gran estratificación social en México genera sociedades desconectadas. Afirma que, “el bajo nivel socioeconómico (NSE) de los hogares está asociado con redes sociales también caracterizadas por bajos niveles de escolaridad y de ingresos.” ¿Acaso el crimen es una de estas redes sociales?
V. Reile es director de Seguridad de Motorola en México. Lo anterior es producto de una entrevista durante este año.
VI. Director de prevención social de SEGOB. Asimismo se trata de una entrevista.
VII. Para incrementar la movilidad social por vías tradicionales, el Centro de Estudios Espinosa Yglesias ha propuesto un paquete mínimo de protección social que incluye pensión y salud universales, y cuya base financiera es una comprensiva reforma hacendaria. Ver El México del 2012 y el México del 2013 publicados bajo el mismo sello editorial.
Pablo Majluf Periodista egresado del Tecnológico de Monterrey y Maestro en Comunicación y Cultura por la Universidad de Sydney, Australia. Como miembro del equipo de comunicación del CEEY, es articulista invitado en CNN, Forbes, ADNPolítico y Animal Político, donde escribe sobre coyuntura, cultura política y comunicación. Blog personal: www.pablomajluf.blogspot.com @pablo_majluf |
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