La discusión pública nacional se ha instalado, en las últimas semanas, en una extraña espiral de espejismos que nos distraen de lo relevante, de lo que es urgente transformar en nuestro país, porque de ello depende literalmente la vida de cientos de miles de personas. Así, mientras los espacios de los diarios, revistas y portales digitales se llenan con debates en torno a escándalos y bodas, todos los días fallecen en el país alrededor de 780 personas por diabetes, hipertensión y enfermedades alcohólicas del hígado; se trata de 32 casos por hora.
Escribirlo de esa manera no es “tremendismo”, antes bien, es azoro ante lo tremendo de las cifras; todas vinculadas a una de las cuestiones centrales del proceso económico en general: el consumo.
Vivimos en una sociedad que vive en los extremos: por un lado, un pequeñísimo segmento de la población consume con un absurdo sentido de desperdicio, y por otro, vastas franjas de la población sufren para adquirir apenas lo necesario por sobrevivir.
El próximo 16 de octubre se conmemora el Día Mundial de la Alimentación y lo sorprendente es que en un país en donde el hambre persiste, no haya una intensa discusión nacional, sobre todo promovida por el equipo de transición del presidente electo, para determinar cuáles serán las nuevas políticas para garantizar que ninguna persona vivirá con hambre.
Los datos de la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud son contundentes: hay más de seis millones de personas con diabetes y los datos de los anuarios de morbilidad de la Secretaría de Salud muestran que, al menos, cada año son detectados en el sector salud más de 300 mil nuevos casos; más una cifra, relativamente, similar de nuevos casos de enfermedades hipertensivas e isquemias del corazón.
La obesidad y el sobrepeso, literalmente, nos están matando y aún así el Congreso de la Unión ha regateado una legislación apropiada para regular el contenido, comercialización y etiquetado de productos obesogénicos. Y peor aún, en medio de esta tragedia la discusión en torno a la necesaria reconstrucción del sistema alimentario nacional se deja para un segundo plano.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares, 2016, levantada por el Inegi, en el 46% de los hogares mexicanos existe, literalmente, preocupación ante la posibilidad de no tener comida.
Y de acuerdo con el mismo instrumento, hay 10.75 millones de hogares, en los que hay niños y en los que se tienen dificultades para satisfacer sus necesidades alimentarias. Lo peor, es que en 2.98 millones de esos hogares a los niños se les ha tenido que disminuir la cantidad de comida que se les da al día y en 1.26 millones de hogares, algún niño o niña ha manifestado sentir hambre, pero no tener nada para comer.
Lo que debe comprenderse es que se trata de un problema que no se va a resolver con “campañas de sensibilización”; y mucho menos es un fenómeno que corresponda resolver solo a la Secretaría de Salud.
La tragedia alimentaria mexicana es reflejo de la desestructuración e ineficacia de todo el conjunto de la política social, y de los efectos de una política económica que ha generado bajo crecimiento y una grosera concentración de la riqueza, lo que se ha profundizado en las últimas décadas.
La administración del presidente Peña inició reconociendo que la gran deuda de México es el hambre; sin embargo, la llamada “cruzada contra el hambre” no logró sus objetivos. Pero eso no implica que la prioridad marcada deba abandonarse, lo que debe cambiar es la visión, estrategia y programas. Y eso no se construye en unas cuantas semanas.
Urge, pues un diálogo nacional que permita construir una nueva estrategia contra el hambre; una que vaya desde la producción de los alimentos, y llegue incluso hasta cuestiones de salud mental vinculados a los trastornos alimenticios. No hacerlo constituye una renuncia ética; un despropósito que, por supuesto, no será portada en las revistas del corazón.
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