De cuando en cuando, algunas de las personas que me hacen el favor de leer mis textos me han preguntado por qué siempre hablar, denunciar o criticar las cosas “negativas” que pasan en el país, y no, por el contrario, hablar y destacar lo mucho de positivo que tenemos.
México está lleno de talento y esfuerzo de personas que luchan todos los días por generar bienestar para sus familias, para sus comunidades y para el país. Hay también instituciones ejemplares que, a pesar de que deben mejorar constantemente, contribuyen enormemente a elevar el nivel espiritual de la sociedad: la UNAM, el Instituto Politécnico Nacional, el Colegio Nacional, el Instituto Nacional de Bellas Artes, el Museo Nacional de Arte y el Seminario de Cultura Mexicana son solo algunos ejemplos de ello.
Sin embargo, cuando lo mucho de positivo que tenemos en nuestro país no es suficiente para convertirse en agenda noticiosa de la cotidianidad frente a las calamidades que vivimos, podemos dimensionar la gravedad de nuestros problemas.
Por supuesto que debemos valorar todo lo “positivo” que tenemos en México, por ejemplo: 1) nuestro patrimonio ecológico, al ser uno de los países megadiversos del planeta; 2) nuestro patrimonio arqueológico y arquitectónico, que nos posiciona como uno de los países con mayor número de sitios en el catálogo del Patrimonio Cultural de la Humanidad; 3) nuestra herencia histórico-cultural, que nos convierte en uno de los países con mayor número de lenguas originarias; 4) nuestra música y literatura, que nos hace estar siempre a la vanguardia de América Latina en esos rubros.
Hay muchos motivos para estar orgullosos de ser mexicanos, pero al mismo tiempo tenemos muchos motivos para avergonzarnos, pues también ocupamos varios de los “primeros puestos” mundiales en las peores prácticas y fenómenos. Así, por ejemplo, somos uno de los países que ejerce mayor violencia contra la niñez entre los miembros de la OCDE.
Somos uno de los países del hemisferio occidental en que se cometen más homicidios y donde la mayoría quedan impunes. Somos uno de los países con mayor corrupción percibida, y también uno de los países en donde se comete el mayor número de asesinatos y ataques contra la prensa. También somos considerados uno de los países con mayor presencia de grupos delincuenciales organizados, y uno de los que permiten la mayor proliferación de la “industria” del secuestro y la extorsión.
Registramos igualmente una de las mayores tasas en consumo de alcohol en el hemisferio occidental y una de las mayores tasas de mortalidad por enfermedades alcohólicas del hígado. Asimismo, las principales causas de muerte entre jóvenes de 14 a 29 años son los suicidios, los accidentes y los homicidios.
Aunado a lo anterior, tenemos uno de los salarios mínimos de menor valor en el continente americano, una tasa de pobreza impresentable y niveles de desigualdad de escándalo en donde quiera que se analicen: cinco familias, nos dicen algunos estudios, poseen más del10% del PIB nacional.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (ENPOL, 2016), casi una de cada cinco personas detenidas en prisión tiene entre 18 y 24 años y dos de cada tres tenían 39 años o menos al momento de ser detenidos por las autoridades policiales, con el agravante de que la inmensa mayoría fue detenida sin orden de presentación o aprehensión.
Claro que lo deseable es hablar de un México en paz, respetuoso de los derechos humanos, incluyente y tolerante ante la diversidad, solidario con los grupos vulnerados y discriminados; de un México sin misoginia ni machismo; de un país sin corrupción, sin impunidad, con justicia social y trato digno para todos.
Pero ese país no existe. Es el país que estamos obligados a construir y, desde la perspectiva que tenemos muchos, el primer paso es denunciar y hacer visible lo que los poderosos y los cínicos quieren ocultar: la enorme fractura ética de la clase dirigente.
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