En boca de Platón, Sócrates sostenía que el ejercicio del bien dependía del conocimiento que se tiene de las cosas. Es decir, si yo sé que algo es de naturaleza maligna, la racionalidad debería llevarme a elegir el ejercicio del bien, porque parecería cosa de locos elegir el mal, sabiendo lo que es, por sobre el bien. De ahí su famosa frase en torno a que es preferible padecer una injusticia antes que cometerla
Frente a tal posición, Nietzsche sostendría: “Yo intento averiguar de qué idiosincrasia procede aquella ecuación socrática de: razón=virtud=felicidad: la ecuación más extravagante que existe”.
Tal dilema moral es relevante porque aún hoy resulta válido preguntar ¿puede alguien elegir racionalmente el mal sobre el bien?, y todavía más, ¿puede alguien elegir el mal, aun cuando opera en su contra, por sobre el bien?
La pregunta cobra mayor pertinencia cuando se sitúa en el ámbito de las decisiones personales en torno a la salud, la educación y, en general, las rutas que las personas deciden tomar para acceder al mayor bienestar posible. Por ejemplo, ¿puede una persona tomar decisiones que atentan contra su salud? Evidentemente así es. Que las personas gasten más dinero en la compra de refrescos y bebidas edulcoradas que en leche es un buen indicador del asunto.
Pensado con seriedad, el tema permite cuestionar uno de los grandes —y más falaces— supuestos de la economía capitalista: “Los individuos son racionales en sus elecciones y escogerán siempre lo que más conviene a sus intereses”. El solo dato relativo a que la mayoría de quienes fuman saben que les dará cáncer y aun así lo siguen consumiendo permite falsear —en el sentido de Popper- tal afirmación.
Hay un ejemplo notable en este tema: las encuestas sobre el gasto de los hogares, que parten precisamente del supuesto de que las personas orientan su gasto de manera racional, y por ello preguntan en torno a ciertos “capítulos de gasto”, dejando de lado la propensión al consumo irracional.
Llama la atención que en ninguna encuesta sobre gastos en hogares en México se pregunte por “gastos de eventos de vida”, en los que las personas erogan sumas más allá de sus capacidades de ingresos y recursos.
Así lo vieron Akerlof y Shiller (ambos laureados con el Premio Nobel), quienes sostienen que las personas gastan hasta el equivalente a su ingreso anual en eventos que consideran entre los “más importantes de sus vidas”. Una boda, una fiesta de quince años o un funeral constituyen gastos en los que no necesariamente opera la prudencia, y que pueden llevar a las personas a gastar mucho más de lo que la racionalidad indicaría.
El ingreso medio de las y los trabajadores en México es de alrededor de 2,700 pesos mensuales. El IMSS, de acuerdo con su sitio electrónico, otorga a sus afiliados un apoyo de 4,800 pesos para “gastos funerarios” en caso de deceso de algún familiar. Un “Plan Clásico” en una funeraria “de prestigio” en la Ciudad de México tiene un costo de 34,100 pesos (según su sitio de Internet) y un “Plan Pedregal” alrededor de 49,000 pesos.
Nadie querría que su difunto “la pase mal” en su último día en nuestra compañía, lo que lleva al punto clave señalado por Akerlof y Shiller: el capitalismo está lleno de “engañifas y tentaciones” que te llevan querer lo que no necesitas realmente y gastar irracionalmente.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares (INEGI, 2014), el ingreso trimestral promedio del decil más bajo es de 7,716 pesos, o sea, 2,572 pesos al mes, que, divididos entre cuatro personas, dan como resultado 643 pesos al mes. Es buen momento para que los economistas consideren en serio, al momento de construir sus instrumentos de medición, sus proyecciones y propuestas, que las personas no actúan siempre de manera racional, como cuando tienen que preguntarse cuestiones fundamentales como ¿cuánto cuesta un funeral?
@saularellano
Artículo publicado originalemte en “la La Crónica de Hoy” el 19 de mayo del 2016