Desde mi más tierna infancia, Cuba era un tema obligado en las tertulias intelectuales que se deban en casa o a las que acudían mis padres. A la Revolución cubana —así, con mayúscula— la consideré como una especie de hermana mayor, pues sólo me llevaba un año de edad. La izquierda provinciana de entonces estudiaba y reverenciaba el proceso de insurrección de los “barbudos” de Cuba, a quienes todos decían haber conocido en algún momento en la ciudad de México, en particular al Che. Mi padre aseguraba haberlo conocido en la Alameda central de la ciudad de México, tomando fotos. Llamaba la atención por su facha de estudiante rebelde y su actitud y apariencia criolla, de chaval blanquito recién bajado del barco.
Sigue al autor Luis Miguel Rionda (*) en Twitter @riondal
La invasión de Bahía de Cochinos de abril de 1961 —¡hace sesenta años!— por parte de “gusanos” cubanos, financiados y entrenados por el detestado imperialismo yanqui, provocó una reacción de solidaridad continental, particularmente entre los jóvenes. En México, el general Lázaro Cárdenas encabezó una lista de voluntarios para integrarse a las brigadas internacionales de defensa de la revolución. Mi padre siempre presumió de haberse anotado en esa lista. El gobierno mexicano nunca permitiría semejante aventura, y esa energía se canalizó a la fundación del Movimiento de Liberación Nacional en agosto siguiente, el último estertor de la Revolución mexicana. Mi padre también se anotó, y durante años leyó con fruición la revista Política —de Manuel Marcué Pardiñas, el único órgano de izquierda con algo de independencia del estado autoritario.
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Tendría yo unos doce o trece años cuando leí el Diario del Che en Bolivia, que me estrujó y convenció de las bondades de la causa utópica de esos esos revolucionarios románticos, como los que construían la alternativa socialista en Cuba y en Chile. En la adolescencia me acerqué al marxismo panfletario, y hasta la licenciatura leí directamente a Marx y a los marxistas. Cuba siempre fue el referente para mi círculo generacional; luego se uniría la Nicaragua sandinista. “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”, dijo el sabio Salvador Allende.
Pero luego sucedió el éxodo de Mariel en 1980. Quisimos verlo como una especie de purga saludable para la revolución cubana. Pero se fueron incrementando la represión y autoritarismo por parte del poder en la isla, así como los testimonios de una pobreza generalizada. Los noventa fueron la gran decepción hacia el modelo socialista mundial, no sólo por su fracaso como alternativa de desarrollo económico y social, sino por su intolerancia política, proclive a la represión, la persecución y el asesinato.
Muchos idealistas nos dimos cuenta de que el pensamiento unívoco, conservador e intolerante, no es exclusivo de la derecha política. También la izquierda genera sus élites privilegiadas y excluyentes, que se enquistan sobre los romanticismos quiméricos. Eso sucede hoy en Cuba: sesenta y dos años de revolución tuvieron los mismos efectos que experimentaron las revoluciones mexicana, rusa, china y demás. Una gran decepción.
Aunque duela reconocerlo, el liberalismo sigue siendo el mejor modelo, gracias a su capacidad de regenerarse. Un liberalismo social que en el corto plazo atienda el desarrollo del individuo particular, pero sin descuidar la solidaridad comunitaria y la responsabilidad medioambiental en el largo plazo.
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(*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León. luis@rionda.net – @riondal – FB.com/riondal – ugto.academia.edu/LuisMiguelRionda
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