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Cuerpos y discursos

por Rogelio Flores

La palabra “alfaqueque” es poco común para nosotros y tiene por sinónimos “correo”, “emisario” y “redentor”. Y así, de esta forma, con dicho apodo, es como se le conoce al personaje central de La transmigración de los cuerpos, de Yuri Herrera, una de las mejores novelas mexicanas de reciente factura, y que nos ocupa en esta ocasión


Vayamos por partes. Este personaje, el Alfaqueque, va más allá de ser solamente un mensajero; es más bien un negociador, un encantador de serpientes, un mago de la conversación que sobrevive en un mundo violento y casi apocalíptico, deshabitado y con charcos de sangre en las calles; un mundo apocalíptico, pero extrañamente familiar. Algo que resulta todo un déjà vu, por lo menos para los habitantes de la Ciudad de México, cuyo caos, como el precio del litro de gasolina, aumenta cada treinta días.

Recordemos que en 2009, hace muy poco tiempo en realidad, la ciudad se paralizó por completo. La realidad parecía sacada de un relato de La dimensión desconocida, estaba en pausa, como detenida en su marcha ante la posibilidad de una pandemia. La gripe porcina, como se le conoció originalmente o el virus AH1N1, desató en menos de treinta días un estado de paranoia pocas veces visto; en el que las escuelas y edificios públicos fueron cerrados, los conciertos suspendidos, el transporte público iba y venía sin pasajeros en sus entrañas y los partidos de futbol, incluso, fueron jugados a puerta cerrada, con las gradas vacías. Las personas dejaron de darse la mano y se miraban con desconfianza. O de forma amenazante, casi al punto de la agresión, cuando a un pobre infeliz se le ocurría estornudar.

Quienes lo vivimos, aunque ya no lo comentemos ni pensemos en ello, lo tenemos presente. Y es justo en un escenario hermano de ese momento en el que se desarrolla esta historia.

Es muy extraño ver una ciudad casi vacía, sin vida y como un fantasma. O mejor dicho, como un universo fantasmal, en el que nadie se ha tomado la delicadeza de informarte que tú sigues vivo. Ese fue el tipo de escenario que vivimos en 2009 y que utilizó Yuri Herrera para La transmigración de los cuerpos: un país asolado por una epidemia, donde salir a la calle y cualquier contacto físico representa un riesgo.

Así, la vida en medio de una epidemia deja de ser vida; el mundo ha dejado de ser tal y se convierte en su pálido reflejo, en su sombra y su fantasma.

Pero eso no implica que mueran las actividades más mundanas ni el deseo ni el sexo (y ahí está el personaje de la Tres Veces Rubia para ejemplificarlo). Mucho menos, ha muerto la palabra.

Por el contrario, la palabra vuelve a su estado primigenio, en el que nombrar las cosas era parecido a crearlas. Y es justo en este escenario apocalíptico, donde el Alfaqueque, a bordo de un enigmático “vocho”, emprende su misión, una muy cercana a la Cosecha roja de Dashiel Hammet: mediar entre grupos en pugna, dos mafias caciquiles, los Fonseca y los Castro. Uno y otro grupo tienen como rehén a un miembro de la familia rival a quien buscan usar a manera de moneda de cambio.

Entonces los sinónimos de su alias, correo, emisario y redentor, tienen sentido. El Alfaqueque será quien deba restablecer el orden en ese caos pesadillesco con sus artes como negociador, con las dotes de las cuales se jacta: verbo y verga (porque de su segundo don también hay y bastante).

Con una prosa impecable, salpicada de humor corrosivo y aspectos del habla popular, inmersa en una atmósfera mítica, casi bíblica, pero también cercana a la borrachera, La trasmigración de los cuerpos se convierte en una novela referencial, en una apuesta de forma y de fondo, en un campo minado por el que habrá que caminar, esperando la explosión de sus bombas literarias, simbólicas, placenteras. Literatura en estado puro, pero con un anclaje en la realidad.

Y como ejemplo no sólo tenemos la paranoia del 2009 derivada del virus h1n1, también está su lado más perverso en el sinfín de casos de mutilación y tortura, donde los restos humanos forman parte de mensajes y amenazas tan retorcidas como efectivas. Y la lectura de La trasmigración de los cuerpos, de inmediato, nos hace pensar en ello, aunque se trate de ficción en un sentido estricto.

Se ha dicho que esta novela tiene como punto de partida y de llegada, incluso como reflexión, al cuerpo mismo. Y así es, su propio título lo anuncia. Ya sea con vida o inerte, el cuerpo es en esta historia, la medida de todas las cosas: su corrupción derivada de la epidemia, su protección mediante el claustro, y su intercambio como manera de sobrevivir. Somos cuerpo y materia, y por eso queremos sobrevivir. Pero también somos alma y somos discurso, y por eso queremos vivir, hablar, llegar al otro sin usar al cuerpo.• 

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