Quien recibe un mensaje, deliberadamente emitido por otra persona o una institución determinada, con el fin de convencerle o persuadirle de alguna idea, o de convocarlo a realizar o abandonar alguna acción o práctica, tiene el derecho absoluto a plantear una pregunta fundamental que, en términos de múltiples teorías de la argumentación y el discurso, puede resumirse en la cuestión: ¿de dónde sacaste eso?
Escrito por: Saúl Arellano
Para una sociedad donde existe pluralismo político y regímenes de gobierno democráticos, la garantía y el respeto del derecho que se tiene a cuestionar a quien nos habla públicamente, resulta insustituible para construir relaciones que logren superar las dos amenazas más peligrosas para el funcionamiento democrático: la violencia -de la mano del fanatismo- o el escepticismo radical.
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La violencia, es pertinente precisar, puede ser de diferentes tipos e intensidades: desde la violencia física, la cual se ejerce en la antítesis de la democracia, que son los gobiernos totalitarios; o la violencia verbal, que se ejerce en los gobiernos autocráticos, autoritarios o de mayorías aplastantes, donde el disenso es tratado bajo la lógica del enemigo.
En la mayoría de las teorías de la argumentación hay un énfasis específico en torno a cuáles son los criterios bajo los cuáles es posible plantear un diálogo, además de fructífero, eficaz, en el sentido de tener reglas claras que permitan dirimir diferencias; pues es un hecho que la generación de consensos exige por definición la capacidad de reconocer que los oponentes en el discurso pueden tener mejores argumentos o mejores razones que las que hemos sido capaces de esgrimir.
Lo que debe comprenderse, sobre todo, es que, en los terrenos de la política, la ética, la estética y otros campos, no hay nada que pueda, en sentido estricto, ser demostrado. Por el contrario, como sostienen Perelman o Toulmin, todo aquello que no es necesariamente claro, debe argumentarse, esclarecerse y en determinado caso, tener la capacidad de persuadir, con base en buenos argumentos, de que aquello que afirmamos es válido o tiene algún grado de aceptabilidad racional.
La cuestión de fondo se encuentra entonces, para una democracia, en cómo construir procesos de argumentación y diálogo que permitan el intercambio fructífero de ideas y que eviten las formas violentas de respuesta, que ante la pregunta fundamental y básica relativa a, ¿de dónde sacaste eso?, la respuesta que se obtenga sea, con base en el uso arbitrario del poder, la descalificación, o el uso deliberado de falacias, y en los casos extremos, de trato incluso de “enemigo del Estado”.
Al respecto es importante colocar estas ideas en el terreno de lo público; porque lo que se encuentra a debate es el interés general y las posibilidades de vida digna para las personas. Más aún en contextos donde se cuenta con un marco constitucional y la aspiración mayoritaria es avanzar hacia un Estado racional de derecho en el que exista bienestar y cohesión social.
De esta forma, lo que debemos tener muy claro, en aras de continuar construyendo un régimen lo más democrático posible para México, es que las formas de reducción binaria de la argumentación son siempre perjudiciales. Por ello preocupa que, cada vez con mayor intensidad y fuerza -en el sentido de la fuerza de las instituciones-, se pretende eliminar al disenso y se busca acallar a las voces críticas, y que plantean la pregunta elemental aquí señalada.
Lo que llama la atención es que, a lo largo de los años, los usos del poder en México han ido radicalizando la negativa a explicar los supuestos desde los cuáles se toman las decisiones; a justificar con buenos argumentos las razones por las cuales hay ciertas determinaciones de política pública; a persuadir sobre lo conveniente de establecer ciertas prioridades y no otras; es decir, lo más elemental en un Estado que tiene leyes y mandatos populares claros, expresados a través de las urnas.
Preocupa doblemente que en todo el espectro político no hay voluntad para construir las reglas mínimas para el diálogo público. Las descalificaciones de las partes en disputa son cada vez más virulentas y hacen uso de mecanismos cada vez más violentos e irracionales. Ejemplos de esto se tienen todos los días. Si se critica al gobierno de la República, la falacia favorita del discurso oficial es la falacia ad hominem: “no tienes derecho a decir nada porque eres “fifí”, neoliberal, en el pasado callaste como momia”, y un largo etcétera.
Lo anterior se replica peligrosamente en los gobiernos estatales y municipales; y en general, en todos los espacios de participación política institucionalizada. Esta es uno de los factores que está erosionando aceleradamente la democracia, una forma de gobierno que tiene como característica esencial al diálogo.
Los adjetivos, que son las palabras favoritas de quienes forman parte de la política en México, no requieren ser argumentados; quienes los profieren saben que adjetivar es la mejor forma de simplificar la realidad. Por el contrario, plantear enunciados sustentados en evidencia, razones lógicas o respaldado en formas de saber que presenten los criterios de validez desde los que se formulan, requiere de esfuerzo intelectual y posición ética que es evidente que están mayoritariamente ausentes en nuestra realidad cotidiana.
En resumen: hablar en público, más aún cuando se hace política, implica una responsabilidad ética mayúscula, y un compromiso ineludible de razonabilidad, apertura y transparencia, que exige para comenzar la voluntad comprometida de responder cada que alguien pregunte genuinamente: ¿y de dónde sacaste eso?
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