Nadie experimenta en cabeza ajena, por lo tanto, no hay Manuel que sirva para aprender a debatir. Mucho menos a debatir políticamente en donde tiene un peso mayor la pasión que la razón. Previo a un debate, la o el candidato, duerme poco, está frente al público en los eventos y sabe que ese no es su lugar, porque en ese preciso momento debería estar estudiando los datos, las propuestas, las respuestas ante los ataques, si los hubiera. Por fin le gana la presión, cancela todo, se encierra, lee las tarjetas, las tacha, las corrige; práctica en voz alta su discurso, su entrada y su despedida; exige que sus colaboradores le cuestionen de manera despiadada para ensayar los posibles escenarios que va a enfrentar. Por fin, llega el día cero. Arriba al lugar del debate. Entra al escenario, observa al público, mide su posición física, piensa en los cientos o miles de personas que estarán atentos a lo qué va a decir, cómo lo va a decir, qué cara va a poner su adversario cuando le ataque, y qué va a responder si lo atacan. No hay tiempo de pensar, ya no. Comienza presentándose, trata de exponer sus propuestas y responder las preguntas, pero el tirano tiempo le impone que resuma, que sintetice, que diga casi nada. El debate sigue, se le pierden las tarjetas, improvisa, le ganan los nervios, le atacan, se enoja, responde, se serena, se controla, pero, el tiempo casi se acaba. Y se acabó. Ya vendrá el segundo debate. El formato tiene que mejorar. El reloj ya no puede fallar, todos aprenderán de los errores.
Escrito por: Ruth Zavaleta Salgado
He visto varios debates, pero, los que más recuerdo, son los tres de Hillary Clinton y Donald Trump, en el 2016, con un formato flexible para argumentar ampliamente sobre los temas, en el primer debate, ella comenzó su participación muy segura de sí misma, él se vio desconcertado en un primer momento, por los señalamientos en su contra. Se repone y contesta, pero, sin lugar a dudas, Hillary llevó la delantera (conforme se desarrolla el debate, se puede leer en la pantalla el porcentaje a favor o en contra de cada candidato). En ese debate ella le señaló a Trump su evasión de impuestos y su racismo; además, realizó diversas propuestas interesantes en materia fiscal, Estado de derecho, seguridad interior y conflictos internacionales. Era obvia su experiencia en la administración pública, pero también, su claridad para plantear hacia donde iba a caminar su gobierno si ella hubiera ganado. El segundo debate, fue más impactante, se veía a los dos candidatos caminando, arengando al público y plantarse cara a cara frente a su opositor, momentos de tensión se vivieron, eran dos actores luchando por la presidencia, a ninguno se le veía menor por su condición de género, había tiro, por lo menos en el estrado. El tercer debate también fue muy motivante, porque los actores seguían hablando con la misma o con más pasión, debatieron por varios minutos sobre la Corte Suprema, ella hizo las mejores propuestas, pero él las mejores mentiras. Pocos días después, Trump ganó la elección. Porque la lucha por el poder político pocas veces, o nunca es racional, sino por el contrario, prevalecen las emociones, y Trump, al igual que muchos otros personajes en el mundo, logró motivar las emociones de los ciudadanos a su favor más allá del escenario. Eso no quiere decir que aceptemos que la demagogia es mejor que la verdad, por el contrario, la manipulación del discurso puede cautivar a los electores, pero es difícil que, en los hechos, se puedan realizar las acciones de gobierno de la manera que se prometen. Sin embargo, la demagogia esta de moda, se trata de ganar la elección y solo se gana con votos, el fin justifica los medios.
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Estados Unidos de América tiene una larga trayectoria en la realización de debates, a diferencia de México. Es asi que, el 7 de abril, en el primer debate de las y el candidato presidencial, volvió a fallar el formato. Desde 1994, en cada campaña presidencial, ha cambiado el formato y siempre nos ha dejado insatisfechos. Hoy, bajo la consigna de darle voz a los ciudadanos, se privilegio dar respuesta a un número importante de preguntas relacionados con los temas de Educación, Salud, Transparencia, Combate a la corrupción, No discriminación, Grupos vulnerables, Violencia contra las mujeres. El debate fue largo, 120 minutos, pero, paradójicamente, fue muy acotado para poder responder las preguntas y, en los tres casos, se evadió dar respuesta a la mayoría de temas, porque decidieron utilizar el escaso tiempo para atacar, confrontar o responder alguna provocación. En resumen, no podemos decir que haya sido un debate, sino, tal vez, un ensayo, aunque los moderadores hicieron un excelente trabajo y se esforzaron para que si fuera un verdadero debate.
Faltan dos debates, asi lo establece la norma electoral, seguramente, todos los involucrados van a cambiar el formato y el INE vigilará que no se cometan los errores técnicos que fueron señalados en el primer debate, pero lo más importante es que las y el candidato, tendrán mayor experiencia para debatir. Si bien es cierto, los debates en México han sido irrelevantes para cambiar la voluntad electoral, yo considero que la coyuntura es diferente, el uso de las redes sociales, la polarización que el mismo presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, ha motivado, y el gran contraste que implica el discurso de la continuidad encabezado por Claudia Sheinbaum y el del cambio de Xóchitl Gálvez, son elementos que influyen en el efecto de los debates, incluso, hoy como nunca, las mesas de discusión después del debate, se han vuelto muy relevantes para influir en el ánimo del elector, porque los actores participantes, sin la presión que implica ser la o el candidato, para bien o para mal, realizan verdaderos debates de contraste.
Por lo mientras, el primer debate de hace ocho días ya se volvió noticia vieja y si hubo o no buenas propuestas, o si alguien ganó o no, ya no es relevante, la atención pública ha retomado la agenda cotidiana: inseguridad, violencia, asesinatos de candidatos, agua contaminada y escándalos de corrupción.
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