En democracia, las instituciones públicas reciben la confianza ciudadana para tomar decisiones en nombre de la colectividad políticamente organizada a la que representan. Tal confianza no es, sin embargo, gratuita: exige apegarse al orden constitucional, pero también a la generación de consensos sustentados en reglas de acuerdo mínimo, que garanticen civilidad y viabilidad social en el largo plazo
Desde esta perspectiva, las instituciones están obligadas a generar la información estratégica, no sólo para responder a los problemas de mayor prioridad económica, política y social; sino, ante todo, para anticiparlos y prevenirlos en la medida en que los recursos socialmente disponibles lo permiten.
Generar información, debe entenderse, implica que se tiene una comprensión adecuada de los fenómenos frente a los cuales la autoridad debe actuar. Es decir, qué información se genera implica saber para qué sirve, y cuál es la relevancia de contar con unos y no otros indicadores de control, gestión, impacto y resultados.
Desde esta perspectiva, tomar decisiones con base en información equivocada, errónea o poco pertinente no se debe a la ausencia de datos, sino a la incomprensión de aquello que se busca resolver, porque lo que no se tuvo, en todo caso, fue la inteligencia institucional suficiente para determinar con claridad cuáles son los elementos de información que efectivamente dimensionan los problemas que han de atenderse.
Es en ese punto en el que la presente administración ha cometido los mayores yerros: la cadena de errores, los limitados resultados, la profundización y agudización de varios problemas e incluso la aparición de otros nuevos, tiene que ver precisamente con la incapacidad institucional de comprender qué es lo que está pasando en el país.
Para ilustrar lo anterior, en la línea de lo que escribió el sábado pasado René Delgado, habría que considerar algunos ejemplos: ante la debilidad fiscal del Estado, en lugar de proponerse una reforma fiscal progresiva, lo que se diseña es un programa de recortes presupuestales, además de la restricción autoimpuesta de no imponer nuevos gravámenes a la propiedad y las ganancias o vía la reducción de beneficios fiscales para los más ricos.
Ante la incapacidad de crecer de nuestra economía, la inversión productiva del Estado se reduce a su mínimo histórico.
En lugar de abatir la corrupción y la impunidad, se pospone, con criterios político-electorales, el nombramiento del fiscal en la materia.
Mientras que la desigualdad crece y se profundiza, desde el Estado se asume que la construcción de un nuevo sistema de seguridad social puede posponerse y que no hay nada más que hacer sino esperar a que los incentivos del mercado funcionen adecuadamente para elevar el ingreso de los pobres.
El salario mínimo lleva décadas siendo todo, menos remunerador; y en lugar de generarse un amplio pacto social y productivo para cumplir con el mandato constitucional en la materia, lo que se hace es mantenerlo contenido en su valor para darle competitividad a una economía malograda, que no crece y que no redistribuye.
Estos y otros problemas evidencian los peores problemas del diagnóstico institucional: a) se asume que la democracia es funcional; b) se asume que la economía mexicana, a pesar de tener 30 años creciendo al 2% anual, es funcional; c) se asume que nuestro entorno ecológico seguirá resistiendo por décadas y que el desarrollo en el largo plazo es viable; d) se asume que el sistema institucional cuenta con las capacidades para responder a los mandatos constitucionales y legales; y e) se cree que la clase política podrá conducir al país hacia un nuevo curso y estadio de desarrollo.
El problema de los diagnósticos, como puede verse, no sólo es su estructura y contenido; también y, sobre todo, está en los supuestos asumidos.
Lo evidente frente a todo lo anterior es que uno de nuestros mayores dilemas se encuentra en la debilidad de las instituciones; sin un sistema sólido y articulado entre ellas, el Estado se encuentra, simplemente, incapacitado para diseñar buenas decisiones.
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