La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) es patrimonio, no sólo de las y los universitarios, sino del país, y no es exagerado sostenerlo de esta forma, de América Latina. En todos sus campus, la formación académica llega a niveles de auténtica excelencia.
Ninguna otra institución de México desarrolla tanta investigación como la UNAM; y es además generadora de prácticamente la mitad de la producción editorial del país; en la zona cultura de la Ciudad Universitaria se desarrolla mucho de lo mejor del teatro del país; y la Sala Nezahualcóyotl es uno de los recintos de música de concierto más bellos y de mejor acústica de América Latina.
Gilberto Rincón Gallardo sostenía que en México hay instituciones tan relevantes, que, a fuerza de verlas en la normalidad de todos los días, se convierten en parte del “paisaje institucional normal” del país; pero cuya desaparición o suspensión, aun por un solo día, es suficiente para dimensionar la magnitud y calibre de su relevancia para la vida nacional.
La UNAM es sin duda una de esas instituciones; pues su relevancia estriba no sólo en la inmediatez de su acción, sino en la posibilidad de construir un país en el que la innovación y el desarrollo sean de vanguardia; en el que las humanidades y las artes se constituyan en faros y referentes ético-estéticos; y en que la democracia y el diálogo como vocación y práctica cotidiana sean el asidero desde el cual la ciudadanía ejerce su libertad, es decir, hace uso público de la razón.
Por eso es un contrasentido pretender cerrar sus aulas. Quienes hoy lo promueven se colocan del lado más retrógrada y conservador, pues lo que buscan es paralizar la posibilidad del pensamiento crítico; negar la razón dialogante y la tolerancia y respeto a la diversidad de posturas y visiones ante la vida.
La amenaza que hoy se cierne sobre la comunidad universitaria, poco o nada tiene qué ver con las demandas, más que legítimas y justas, respecto a la intolerable violencia de género en todas sus formas y manifestaciones. Se trata antes bien de un uso perverso y nefasto de una agenda incuestionable, para justificar la imposición de una medida que en nada abona a resolver una problemática que jamás debió ser parte de la vida universitaria y que debe ser erradicada de ella.
El espíritu y ser universitario implica necesariamente no sólo vocación de habla; exige sobre todo voluntad de escucha; oír a las y los otros; pero hacerlo no sólo como un ejercicio de captación de un mensaje, sino de verdad tener la capacidad de empatía; la capacidad de comprensión en tanto ubicación auténtica en las razones y argumentos de las y los otros.
Formar parte de la comunidad universitaria implica una vocación de estar siempre abiertas y abiertos a la diferencia; al disenso; incluso a la radicalidad del saber y las posiciones políticas; pero eso nada tiene que ver con avasallar, imponer, insultar e incluso agredir físicamente a quienes no piensan y actúan como nosotros.
Quienes hoy pretenden cerrar a la universidad se equivocan radicalmente. Y parecen ser las mismas personas que prohijaron el perverso paro de 1999, que dejó sin oportunidades de estudiar, y canceló auténticamente proyectos de vida, de las y los estudiantes más pobres.
La inutilidad, la perversidad y lo oscuro de ese movimiento quedó a todas luces manifiesto; y por eso hoy, la comunidad universitaria, pero el entramado institucional del Estado mexicano, deben volcarse a la protección y defensa de uno de los espacios de libertad, saber y vocación social más relevantes de que disponemos para intentar seguir construyendo un país de justicia e inclusión social.
En 1999 hubo miles de voces que exigimos no cerrar las instalaciones universitarias; porque al hacerlo se le da la espalda a miles de proyectos de vida en libertad que se han ganado un espacio en la UNAM, y que es sostenido por el generoso esfuerzo de la sociedad mexicana.
Por nuestra raza, debe seguir hablando el espíritu universal.
Investigador del PUED-UNAM
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