No hay registro histórico de ninguna sociedad que, sin democracia, haya alcanzado altos estándares de bienestar social. Las libertades y su plena garantía son condiciones necesarias para construir regímenes en los que la mayoría acceda a importantes niveles de vida, pues ello implica por definición la prevalencia de los valores de la tolerancia, el respeto irrestricto a todas las visiones y posturas frente a la vida y el mundo, así como la cooperación y la solidaridad social.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Por ello la defensa de la democracia ha sido, desde la Grecia antigua, que fue donde se inventó, hasta nuestros días, un deber ciudadano ineludible, que comienza por exigir de sus políticos la construcción de sistemas de gobierno con una auténtica división de poderes, que garanticen equilibrios y contrapesos efectivos para frenar el autoritarismo y el abuso en el ejercicio del poder.
Defender a la democracia implica también promover una ciudadanía ávida de vivir en un Estado social de derecho; en el cual esté dispuesta a cumplir con el orden jurídico establecido, pero también a participar activamente en la exigencia de la garantía y cumplimiento universal, integral y progresivo de los derechos humanos.
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Defender a la democracia implica exigir y promover un régimen de y para la tolerancia, el diálogo franco y respetuoso, la escucha atenta y comprensiva de quienes piensan distinto a nosotros, y el permanente compromiso de no avasallar y no asumir que se es depositario de la revelación de la verdad, y por el contrario, ser capaces de siempre ser críticos y autocríticos de las acciones del poder, pero también de las propias.
Desde esta perspectiva es que cobra relevancia la marcha convocada en defensa de la democracia y la institucionalidad electoral mexicana; pues está convocada no sólo por miles de ciudadanos de todas las corrientes y filiaciones; sino también por organizaciones ciudadanas, en las cuales están reunidas personas que se han propuesto defender agendas y causas; lo cual es también constitutivo y consustancial a un régimen democrático.
En ese sentido también lo esperable y exigible es que el presidente López Obrador, siendo el mandatario más popular de las últimas décadas, no puede perder de vista que en un país de 130 millones de habitantes lo característico es la pluralidad y la diversidad; y que si bien su retórica se refiere siempre “al pueblo”, no puede caer en el error de, en la práctica, asumir que realmente está ante una masa uniforme con una sola ideología, un solo proyecto y una sola visión de país.
De igual forma, para defender adecuadamente a la democracia es necesario que las dirigencias políticas tengan la capacidad de transmitir prestigio, autoridad moral y convicción democrática; de lo cual carecen hoy los partidos de oposición, los cuales han profundizado como nunca la crisis de representatividad del sistema de partidos en nuestro país.
Por todo lo anterior, preocupa enormemente la propuesta de reforma electoral que se discute en el Congreso de la Unión; donde la mayoría legislativa ha renunciado a su mandato constitucional de funcionar como un Poder autónomo de la Federación, y de reflexionar, deliberar y decidir siempre, no a favor de una mayoría, sino de todas y todos los mexicanos. El riesgo siempre presente es que se instaure la “tiranía de las mayorías” y se excluya e incluso se aniquile o se avasalle a las minorías.
En democracia, todos los discursos deben ser permitidos, alentados y defendidos, excepto aquellos que niegan los propios principios democráticos. Y en eso ha caído la narrativa presidencial: pretendiendo que la única forma válida de democracia y acción política es la suya; que los únicos métodos legítimos de acción son los suyos; y que la única visión válida del mundo, la ética, la economía y la política es la suya; es decir, estamos ante el intento de la imposición de un pensamiento único; y en esencia, la movilización ciudadana debe entenderse así: como una suma de voces a favor de las libertades y a favor del orden constitucional democrático.
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