No debemos confundirnos. El carácter maldito de la pobreza de nuestros días (quizá de la de siempre) se encuentra vinculado al carácter especialmente maldito de la riqueza y, como todo en este mundo, pobreza y riqueza pueden ser vistas sólo como palabras. Sin embargo, en esa tesitura, lo que importa no es el nombre, sino la conexión que ese nombre designa, establece y recrea.
Así, la palabra pobreza no importa, sino sólo en el sentido de aquella relación que designa. En este caso, una de explotación y despojo. De igual manera, la palabra riqueza es en sí misma irrelevante, hasta que es vinculada a la relación de opresión y de apropiación vil de todo lo que puede ser apropiado.
Cuando se plantean estas afirmaciones, los agoreros del despilfarro atacan de inmediato con diatribas que espetan: “se trata de una visión resentida, que niega el desarrollo y la innovación, que busca frenar la iniciativa de los individuos y que propone el atraso y el estancamiento de las sociedades”.
Nada más falaz. Hoy, una de las mayores responsabilidades éticas se encuentra en develar y denunciar el discurso mentiroso que los ricos lograron imponer como retórica oficial, la cual ha sido vendida como una historia genuina de “progreso, avance y mejoramiento universal de las condiciones de vida”.
Para acreditarlo, los datos son contundentes -dicen ellos-. Por ejemplo, el gastado y ridículo argumento relativo a que el nivel del PIB per capita se ha multiplicado en varias decenas de veces desde la edad media hasta nuestros días, como si eso fuese sinónimo de justicia o bienestar o justicia distributiva.
En contraste con tan buenos números, la hambruna tiene al borde de la muerte a más de 50 millones de personas en África. La miseria es una lacra que recorre e inunda las calles latinoamericanas y la indigencia se ha instalado incluso en el corazón del capitalismo global, mientras que, ahora sí, el resentimiento y el odio se han convertido en mensajeros asesinos portados por el terrorismo en las calles de París, Londres y otras ciudades europeas.
La pretendida “sacralidad del pobre”, propuesta por lo mejor de la tradición católico-cristiana, no alcanza para exigir la transformación planetaria hacia un sistema que evite la maldad prohijada por la envidia y la codicia, y que restituya justicia para los desheredados de la tierra.
El capitalismo, de profunda raigambre cristiana en sus orígenes, hoy se nos revela en sus aspectos más malditos, pues nos ha conducido, no sólo en sus dimensiones económicas, sino también educativas, artísticas y culturales, a un callejón sin salida caracterizado por su carácter profundamente inmoral.
Mientras tanto, nos seguimos tragando las engañifas de los ricos: “tú puedes lograrlo”, “tú puedes ser el mejor”, “tú puedes ser el líder que el mundo espera”, frases todas de un catecismo cínico, que es enseñado como mantra maligno a millones de personas empobrecidas, a la par que las tripas les chillan de hambre y que la violencia maltrata a los más débiles.
Enfrentamos una inversión catastrófica de los valores que coloca a la idea de Nietzsche, relativa a darles la espalda y transformarlos, en un nivel de tarea titánica con pocas probabilidades de realización. Desde esta perspectiva, lo que debe denunciarse es entonces el mal subyacente a la idea de la acumulación total y su correlato, en el despojo total.
Para cerrar, habría que entender y asumir en todo lo que vale esta idea de Bataille: “A este respecto, la sociedad actual es una inmensa imitación, en la que la verdad de la riqueza pasó disimuladamente a la de la miseria. El verdadero lujo y potlach profundo de nuestro tiempo se encuentran en el miserable, quiero decir, en aquel que se acuesta sobre el suelo y desprecia”.
Lo que debemos hacer, continuando con la idea del autor, es construir las capacidades necesarias para lanzar, en todo momento, los insultos adecuados y laboriosos a la mentira laboriosa de los ricos.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 30 de marzo de 2017