Una de las características esenciales de la democracia es la existencia de posturas distintas y, de hecho, incluso mutuamente excluyentes. Eso es lo “natural” en un régimen pluralista, en el que las mayorías no deben confundirse con unanimidades ni con el predominio de una sola fuerza política que se articula en función de intereses y poderes fácticos, nacionales o regionales, cuyos pactos se legitiman con el voto popular, pero cuya construcción dista mucho de una vocación auténticamente popular.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
La mentalidad tecnocrática-neoliberal que logró imponerse desde la década de los 90 en el siglo pasado, llevó el debate a la cuestión de si el bienestar social era o no responsabilidad de la democracia como régimen de gobierno, reduciéndola a una mera estructura procedimental, es decir a una cuestión organizativa de procesos electorales, argumentando que el cumplimiento de los derechos era un asunto exclusivo de la estructura institucional, la cual debería entenderse de manera autónoma a los procesos estrictamente procedimentales.
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Ante el fracaso planetario de la mayoría de las democracias liberales, de garantizar derechos humanos de forma universal, integral y progresiva, avanzaron otras alternativas de gobierno, muchas de ellas altamente autoritarias que, apropiándose precisamente de las estructuras electorales de sus países, las cuales han desarrollado capacidades instrumentales de alta eficacia, desarrollan formas de gobierno con fachadas aparentemente democráticas, repitiendo el credo neoliberal, pero ahora desde una retórica populista desde la cual se gobierna, “por mandato del pueblo”, encumbrando en el poder a personalidades carismáticas que imponen formas de dominación política que, con base en el respaldo de las fuerzas militares o incluso con base en pactos inconfesables con grupos delincuenciales, impiden el desarrollo de partidos o movimientos de oposición.
Ante este escenario, nuestro país se enfrenta al reto de construir opciones opositoras que rompan con la lógica de la mezquindad que se reduce a la administración de las derrotas, y ganando con ello pequeños espacios monopólicos de poder, cerrando la posibilidad de que la ciudadanía tenga auténticos representantes populares y opciones reales de visiones de gobierno viables que, aún sin ganar mayorías electorales, sean capaces de incidir en la estructuración y diseño de los procesos de planeación, política pública y presupuestación para prioridades esenciales para la nación.
El círculo vicioso que se ha constituido en el país impide que ciudadanas y ciudadanos con una amplia legitimidad, no sólo puedan participar, sino que incluso es difícil que quieran hacerlo, pues precisamente se niegan a comprometer su prestigio para ser vinculados a dirigencias con nula representatividad y al mismo tiempo, sin tener la disposición ni la capacidad de abanderar proyectos o visiones de país creíbles y capaces de convencer a la ciudadanía de que son alternativas serias y viables ante el poder.
Ante la estrepitosa derrota electoral del 2024, los partidos de oposición han entrado en una especia de letargo; las dirigencias responsables de su debacle no tuvieron la actitud responsable de hacerse a un lado y convocar a la refundación de sus partidos; mientras que las y los políticos de más experiencia en realidad, en la mayoría de los casos, forman parte de generaciones que no tuvieron la capacidad de impulsar procesos de transformación de México en un Estado social de derecho, tal como lo manda la Constitución.
Los partidos son entidades de interés público. Y eso es lo que las actuales dirigencias no han asumido en toda su responsabilidad. Y del otro lado, la coalición ganadora se ha respaldado en una retórica engañosa mediante la cual intenta imponer una sola narrativa y una sola visión de lo que debe ser México, cuando en realidad lo que se está provocando es la negación, en los hechos, de la posibilidad del pluralismo político, social y cultural, condición esencial e irrenunciable para toda democracia auténtica.
Para nuestro país es urgente que haya una nueva era de debate y disputa competitiva por el poder. Se requiere entender que la política, en democracia, es diálogo, debate inteligente, tolerancia, diversidad, y además, de manera irrenunciable, compromiso con la garantía de la libertad y de los derechos humanos.
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Investigador del PUED-UNAM
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