La consolidación de la democracia implica un reto por partida doble: en primer lugar, arraigarla como un estilo de vida en el cual los derechos humanos, la vigencia del Estado de derecho y el acceso a la justicia, la paz y la fraternidad imperen como criterios normativos de las relaciones sociales.
En segundo término, se encuentra el reto de construir un sistema institucional que no solo haga posible lo anterior, sino que, sobre todo, lo aliente e impida que discursos de odio y contrarios a la propia democracia puedan emerger y posicionarse como opciones de representación política y gubernamental.
En esa lógica, la democracia solo puede arraigarse cuando existen condiciones culturales y jurídico-institucionales para garantizar su reproducción y avance progresivo, pues, de lo contrario, incluso desde un discurso aparentemente democrático, puede provocarse una muy rápida erosión de las capacidades sociales y políticas para la vigencia de instituciones plenamente democráticas.
En el caso mexicano no se cumple con ninguno de los dos supuestos: no tenemos una cultura que socialmente le dé soporte y apoyo a una vida democrática, ni tampoco un sistema de instituciones que le den viabilidad y permanencia, amén del acelerado desgaste y la pérdida de credibilidad frente a la ciudadanía.
Hay múltiples causas que explican lo anterior. En primer lugar se encuentra la ruptura del Estado de derecho, lo cual está íntimamente vinculado a tres fenómenos que se imbrican y determinan mutuamente: 1) criminalidad y violencia, 2) corrupción y 3) impunidad. Una tenebrosa triada que le cuesta no solo miles de millones de pesos anuales al país, sino también miles de defunciones, con el consecuente agravio, dolor, frustración y desesperación social que ello genera.
El segundo lugar es la monumental desigualdad que nos caracteriza: de acuerdo con varios expertos, no más de diez familias son poseedoras de alrededor del 10% del Producto Interno Bruto, mientras que el Coneval estima que al primer trimestre de 2017 el ingreso laboral per cápita, deflactado a precios de la canasta alimentaria de 2010, asciende apenas a 1,712 pesos mensuales.
Asociado a este segundo fenómeno se encuentran otras patologías antidemocráticas, como lo son el clasismo, la discriminación en sus múltiples facetas y dimensiones, el racismo y la violencia de género, agendas que profundizan la ya compleja desigualdad entre personas, pero también entre regiones, lo cual termina en una cruda realidad: el territorio en que se nace determina el grado de cumplimiento y acceso a los derechos humanos que nos reconoce la Constitución.
El tercer fenómeno que está carcomiendo a nuestra apenas incipiente y débil democracia es la pobreza. México no ha crecido más allá de un promedio de 2% del PIB anual en las últimas cuatro décadas (contando desde 1980 y lo que va del siglo XXI), lo que ha significado una perniciosa y constante pérdida del poder adquisitivo de los salarios y una degradación permanente de la calidad de los empleos. Todo asociado, otra vez, a la incapacidad estructural de construir un sistema fiscal progresivo y con capacidades verdaderamente redistributivas.
Las soluciones a estas problemáticas no son ni lineales ni sencillas. Se requiere de una transformación ética de las prácticas y formas de hacer política en el país, de recuperar el sentido de lo público. Ello exigiría, en primer lugar, un sistema jurídico que impida los niveles salariales que hoy se tienen en la alta burocracia y en los principales cargos del Poder Judicial y el Poder Legislativo. La premisa para hacerlo es simple: el Estado no puede ser fuente y generador de mayor desigualdad.
Se requiere de un verdadero compromiso político para acabar con la corrupción y la impunidad. Se necesita de un empresariado que abandone la posición rentista que ha mantenido hasta ahora. Es necesaria una sociedad civil mucho más participativa, crítica y audaz en su posición frente al poder. Necesitamos universidades públicas renovadas y con mayores capacidades para la generación de conocimiento y propuestas para el rescate social del país.
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