por José Woldenberg
Democracia
Hace ocho años el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) documentó –como en los chistes rutinarios– dos noticias, una buena y otra mala. La primera era que en América Latina se había vivido una potente ola democratizadora que había dejado atrás los regímenes dictatoriales y autoritarios. La mala: que las nuevas democracias tenían que reproducirse en un ambiente nada favorable marcado por abismales desigualdades y franjas enormes de pobreza. Era la primera vez en la historia de América Latina que ese triángulo –democracia, pobreza y desigualdad– se hacía presente en prácticamente la totalidad de los países.
México ejemplifica con creces esa situación. La germinal o incipiente democracia mexicana lo es porque no es difícil documentar los rasgos que caracterizan a esa fórmula de gobierno: ejercicio creciente de libertades; pluripartidismo equilibrado; elecciones competidas; fenómenos de alternancia en los gobiernos; división de poderes; presidencia acotada por otros poderes constitucionales; congresos vivos y plurales; Suprema Corte como árbitro en controversias constitucionales o acciones de inconstitucionalidad; ejercicio de derechos políticos; y súmele usted.
Se trata, en nuestro caso, de auténticas novedades. Durante largas décadas, la vida política del país se procesó bajo el manto de un solo partido, a cuyos flancos existían más bien partidos germinales o testimoniales; el Congreso estuvo subordinado a la voluntad presidencial y la Corte prácticamente era omisa en cuestiones políticas. Las elecciones fueron rituales que se cumplieron puntualmente pero carentes de competitividad, ya que los ganadores y perdedores se encontraban predeterminados, y las libertades fueron restringidas porque desde el poder se pensaba que atentaban contra el orden vertical de presunta legitimidad revolucionaria.
En esos terrenos México puede entregar buenas cuentas. Todo parece indicar que una sociedad masiva, compleja, modernizada (aunque sea de manera contrahecha), contradictoria, está encontrando un formato para que su diversidad política e ideológica pueda expresarse, recrearse, convivir y competir de manera institucional y pacífica. Se escribe fácil, pero fueron necesarias movilizaciones, denuncias y propuestas, reformas normativas, creación de instituciones y fortalecimiento de las opciones políticas distintas al oficialismo, para que por fin el formato de la política dejara de ser autoritario y empezara a ser democrático. Ello sucedió en los últimos años del siglo pasado y se ha venido asentado en el actual.
Sin embargo, hemos descubierto como sociedad, más allá de la narrativa que ve en la democracia una especie de sombrero de mago capaz de resolver como por encanto todos los problemas, que la fórmula democrática es en sí misma más compleja de administrar que la autoritaria. En ésta última una voz ordena y los demás obedecen, mientras en democracia la diversidad de opiniones, intereses y sensibilidades no solamente se pronuncian y reclaman, sino que crean un laberinto difícil de transitar.
En particular, la existencia de un pluralismo equilibrado en el Congreso, en el que ningún partido tiene los asientos suficientes como para hacer su voluntad, obliga a las bancadas a dialogar, negociar, pactar, si es que quieren que cualquier iniciativa llegue a buen puerto. Y eso, por supuesto, hace más tortuosa y lenta la toma de decisiones.
No obstante, se podría afirmar que esos son problemas connaturales al régimen democrático. El tránsito de un partido hegemónico a un sistema de partidos competitivo y el paso de un mundo de la representación monocolor a otro pluralista, implicaba la construcción de un equilibrio de poderes y fuerzas hasta entonces inédito, lo cual –en buena hora– cancelaría a la presidencia omnipotente y al régimen de partido hegemónico. En esas estamos.
Pobreza y desigualdad
Lo que rebasa y con mucho el mero asunto de la fórmula de gobierno es que la nueva democracia vive en un contexto que la vuelve difícil. Difícil no solamente como forma de gobierno, sino difícil porque se encuentra sujeta a muy diversas tensiones a las que debe ofrecer respuesta. Como ya apuntaba el PNUD, la reproducción de la democracia no resulta sencilla en medio de millones de pobres (53.3 millones según las últimas cifras de CONEVAL) y de una añeja y persistente desigualdad económico-social. Los rasgos más sobresalientes y resistentes de nuestra convivencia (por llamarla de algún modo).
La pobreza significa que millones de personas nominalmente portadoras de derechos no pueden ejercerlos realmente. Si la democracia supone que la base de la misma son los ciudadanos, hoy sabemos que para ser tales se requiere algo más que su proclamación constitucional y legal, y que un mínimo de satisfactores materiales y culturales son necesarios.
Así, la pobreza excluye de los “beneficios del desarrollo” y segmenta a la sociedad. Construye un mundo de “no ciudadanos” o de ciudadanos que solo pueden ejercer algunos de sus derechos pero que no están en condiciones de apropiarse de la totalidad de ellos. Guillermo O`Donnell documentó en su momento la enorme paradoja de personas que podían ejercer su derecho al voto, pero no eran tratados de manera igual frente al ministerio público para no hablar de su exclusión de los derechos sociales. Es decir, tenemos ciudadanos con diferentes “grados de intensidad”. Unos se apropian de la totalidad de los derechos –lo que debe ser bienvenido–, pero otros quedan fuera de ese círculo protector y virtuoso.
Pero la pobreza es aún más agraviante porque se reproduce en medio de marcadas desigualdades sociales. Somos una sociedad en la que no es poca la riqueza acumulada. Ello construye un espacio social polarizado, sobrecargado de diferencias, escindido en sus usos y costumbres. Y, como dice la CEPAL, incapaz de generar la necesaria cohesión social (ese sentimiento de pertenencia a un todo que nos incluye y del cual nos sentimos parte). Ese archipiélago de clases, grupos, tribus, pandillas al que por economía de lenguaje llamamos México, genera tensiones y desconfianzas mutuas y “patologías sociales” de todo tipo.
Discriminación
La discriminación quizá ilustre de manera inmejorable esa realidad. A pesar de que normativamente la misma está prohibida, las pesquisas y encuestas del CONAPRED, o la simple observación, nos dicen que subsiste y de manera extendida. Mujeres, indígenas, homosexuales, discapacitados, miembros de religiones minoritarias, son persistentemente mal tratados y maltratados. Se les trata con desprecio y son excluidos. Es un resorte bien aceitado que construye un “nosotros” segregador y agresivo que hace miserable la vida de los “otros”.
Esas pulsiones discriminatorias tienen un caldero de cultivo en la abismal desigualdad social que escinde y polariza. De tal suerte que –creo– el fortalecimiento de la democracia pasa por políticas que tiendan a construir cohesión social abatiendo sensiblemente las desigualdades. Y eso que se escribe fácil ha resultado ser el rostro más persistente y difícil ya no de erradicar sino siquiera de atemperar a lo largo de nuestra historia.
Recordemos además la promesa de igualdad que porta la democracia. Un sistema construido bajo la premisa de que todos los ciudadanos mayores de edad tienen los mismos derechos.
El voto pasivo y activo son quizá dos muestras elocuentes del engranaje que pone en acto al sistema democrático. Independientemente de su grado de escolaridad, fortuna, patrimonio, estatus social, todos los individuos a partir de cierta edad tienen el derecho de votar para elegir a sus gobernantes y legisladores. De la misma manera, todos –por lo menos teóricamente– pueden ser electos para los cargos representativos. Todos son iguales en esos planos y nadie pesa más que otro.
En cada ocasión en que se llama a votar y se colocan las urnas, pobres y ricos; hombres y mujeres; “capacitados” y discapacitados; integrantes de diferentes religiones; homosexuales y heterosexuales; viejos y jóvenes; indígenas y no tienen, todos ellos, un voto y solo uno. El expediente del voto los iguala aunque sea por un momento. No hay jerarquías, diferencias, rangos, clases el día de las elecciones. En esos instantes mágicos se hace presente la promesa de igualdad, inexistente en el resto de los campos y rutinas.
Pues bien, esa oferta de igualdad que late en el ideal democrático de manera natural tiende a expandirse hacia otras esferas de la vida social. Nadie en su sano juicio puede quedar satisfecho con la igualdad ante la urna, si el resto de la existencia está marcada por abismales asimetrías. De tal suerte que las rutinas e incluso las inercias democráticas ponen en acto el reclamo por extender el principio de igualdad –o por lo menos el de equidad– a otras esferas de la vida.
Por desgracia, como apuntaba al inicio, somos un país marcado por exageradas desigualdades en lo que se refiere a la apropiación de los derechos fundamentales. En materias tan distintas pero igualmente estratégicas como la educación; la salud; la alimentación; la vivienda; el trabajo (y sus calidades); las remuneraciones o ingresos; el acceso a la justicia; y súmele usted; no somos uno, sino distintos y polarizados países. Y ese piso movedizo no sólo erosiona una eventual cohesión social, sino que genera desafecto, malestar, distancia crítica (o como quiera usted llamarla) hacia la democracia.
Pacto por la equidad social
Por ello, hoy que se ha comprendido la necesidad de pactos entre fuerzas políticas distintas, sería conveniente pensar en uno singular: un pacto para la equidad social. Un esfuerzo concertado, incluso más allá de los partidos (aunque por supuesto con ellos) tendiente a construir un tramado social menos escindido y más igualitario, menos polarizado y más solidario. Una serie de políticas (fiscales, de gasto e inversión, educativas, de salud, salariales, y súmele usted) cuyo eje fuera la edificación de un México menos estamentado y por ello más cohesionado. Un esfuerzo de esa magnitud seguramente se toparía con la densa red de privilegios que una minoría usufructúa, pero, en este caso, los intereses de los más deberían ponerse por delante.•
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