El Senado de la República decidió ratificar en su cargo a la titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Esto, a pesar de que se ha señalado su falta de autonomía y de independencia en la toma de decisiones de uno de los organismos constitucionales más relevantes del país.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
El mensaje que se envía a la sociedad mexicana con esta y otras medidas es claro: la Presidencia de la República requiere de una CNDH que sea inocua para las decisiones que habrá de tomar en los próximos años, en los que se prevé, en múltiples diagnósticos, que las condiciones de violencia y de criminalidad permanecerán en niveles elevados; y ello en un contexto de una militarización sin precedentes de la seguridad pública.
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El mensaje es igualmente pernicioso para los gobiernos estatales, donde, por uso y costumbre, en la mayoría de los casos, los organismos de defensa de los derechos humanos, o son cooptados por las y los gobernadores, o simplemente son oficinas totalmente marginales y sin la capacidad de señalar y poner límites a los abusos y excesos del poder, particularmente en el ámbito de la actuación de las corporaciones policiacas. Desde esta perspectiva, podría darse un efecto en cascada hacia la profundización del debilitamiento de estos organismos en las entidades de la República, particularmente en aquellas con mayores índices de violencia e impunidad.
Al inicio del siglo XXI el discurso político había incorporado como una de sus líneas más relevantes la aceptación de que uno de los pilares fundamentales de la democracia y de las libertades era precisamente el cumplimiento integral y universal de los derechos humanos.
Frente a ello, el embate de la política tanto a nivel internacional y nacional están siendo implacables. Por un lado, la embestida en contra del multilateralismo, que encabeza el presidente electo de los EEUU, Donald Trump, ha colocado a diversas agendas globales “contra las cuerdas”, y temas tan urgentes como el cambio climático y la conservación de la biodiversidad, hoy parecen como solo ecos lejanos de una narrativa proveniente de tiempos remotos.
En el ámbito nacional, la retórica de una autoproclamada “bondad y eticidad”, impuesta como narrativa pública, logró reducir una vez más la agenda de los derechos humanos a una cuestión de mero voluntarismo y una petición de principio mediante la que se exige que se acepte sin más que “ya no es lo mismo que antes”, cualquier cosa que esa frase pueda significar; y que “no se dará nunca la orden de reprimir”.
Pero justamente para eso es que se diseñan este tipo de organismos; para que la ciudadanía no dependa de la “buena voluntad” de las y los gobernantes; sino que antes bien, impere la ley, que esa sí es de aplicación general y de cumplimiento obligatorio para todas y todos bajo estándares claros de responsabilidad jurídica y política, especialmente para quienes tienen responsabilidades públicas.
El poder tiene siempre una lógica expansiva; es decir, quien tiene poder, siembre irá en la búsqueda de mayor poder; y desde el silo XVIII hasta ahora, lo mejor que se ha creado para controlar y poner límites a esa lógica de ambición son sistemas legales-institucionales que establecen tiempos, modos y procedimientos para el funcionamiento del Estado y su estructura orgánica.
Por ello es tan relevante el amplio conjunto de reformas constitucionales que se han llevado a cabo en los últimos seis años: porque redefinen precisamente la estructura orgánico-funcional del Estado, y porque la amenaza real de reducción de libertades y de posibilidades de actuación para la ciudadanía está ahora en el texto constitucional.
No hay una agenda más progresista y de mayor posibilidad de pervivencia hacia el futuro que la de los derechos humanos. En eso el país ha avanzado de manera muy importante y por ello es urgente defenderlo y mantenerlo; lamentablemente, al parecer, no será desde el Estado democrático de derecho que se supone somos, y debemos seguir siendo.
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Investigador del PUED-UNAM