El lenguaje nos permite nombrar, y a través del nombrar, edificamos un segmento de la realidad. Cuando nominamos alguna cosa o fenómeno, nos permitimos ver, pero también vernos en lo que nombramos y la forma en cómo nos referimos a ello; nombrar no es un mero “etiquetar”, sino un descubrir -nos-, y por ello, al hablar revelamos la forma en cómo percibimos a nuestro mundo circundante.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Partir de una discusión de esta naturaleza es relevante en nuestro país, porque ante lo monstruoso que nos cerca, requerimos de nuevas formas de expresión, que describan, expliquen, pero sobre todo que, desde su elaboración, lleven implícita una condena ética, porque lo que estamos viviendo no es tolerable desde ningún punto de vista.
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Por ello debemos dejar de hablar de “personas desaparecidas”; y en lo particular, debemos dejar de referirnos a las mujeres que todos los días secuestran, “levantan”, simplemente como “desaparecidas”; como si por algún evento sobrenatural hubiesen dejado de estar presentes entre nosotros y no, como ocurre, por la violencia salvaje que se ejerce en su contra.
El diccionario de la lengua española define a la voz “desaparecida (o) como: “Dicho de una persona: Que se halla en paradero desconocido, sin que se sepa si vive”. Desde esta perspectiva, podría parecer que el término es semánticamente apropiado.
Pero no es así, porque la persona desaparecida “se halla en paradero desconocido”; pero el término es totalmente neutro. Porque ese “encontrarse donde no se sabe”, no ocurrió, al menos no en el contexto del que aquí se habla, por voluntad de la propia persona; tampoco es una cuestión de mero azar.
La gran mayoría son, por el contrario, personas a quienes el lenguaje jurídico se refiere como víctimas de “desaparición forzada”; concepto que obedece a una racionalidad propia del ámbito legal, pero que tampoco alcanza a describir y denunciar el horror.
Por el contrario, la segunda acepción que da el diccionario para la voz “Rapto”, se acerca mucho más a lo que estamos viendo. De ésta, dice: “Dicho de un hombre: Llevarse a una mujer violentamente o con engaño”.
Lorenzo de Bernini, quizá el más grande escultor del arte barroco, construyó una de las obras más hermosas de la época: El rapto de Proserpina. En ella se observa al dios Hades justamente en el momento en que rapta a Proserpina (Perséfone en la mitología griega), y la lleva violentamente consigo. Perséfone, en griego antiguo, significaba “la que lleva la muerte”.
La escultura sorprende porque sintetiza en una obra por demás hermosa, uno de los actos de mayor vileza: la apropiación violenta del cuerpo de las mujeres que, históricamente, ha sido siempre sido considerado, en muchos sentidos, como “objeto”, es decir, disponible y factible de ser apropiado.
La Ilíada y la Odisea, y una inmensa cantidad de obras, están llenas de pasajes que hablan de manera “legítima” de las mujeres como botín de guerra, como “recompensa” y como “premio”. Véanse si no las obras que van desde Rubens hasta David y Poussin, respecto del Rapto de las Sabinas.
Somos parte de una tradición que ha hecho de esa abominación, una práctica que se justifica de muchas maneras; y de la violencia sexual y física un “mecanismo válido” de control, sumisión y poder.
Por ello ahora, cuando todos los días estamos atestiguando que al menos siete mujeres son víctimas de esta forma de violencia, resulta un despropósito que hablemos de ellas como “desaparecidas”; no, no es así. Se trata de víctimas de una nueva forma de rapto, que es igualmente brutal que el del pasado, pero que ocurre a la vista de todos; despojado del “halo mitológico”, y situado de la forma más descarnada en nuestras calles y espacios públicos.
No hay lugares seguros para niñas y mujeres; son presas del miedo, de la agresión constante, del acoso callejero, laboral, docente. Y del otro lado, la construcción de masculinidades salvajes, que se afirman a través de la violencia y la misoginia; y que se ejercen en la más oscura impunidad porque el sistema de procuración de justicia del país está impregnado de lo mismo.
A las mujeres, niñas y adolescentes a quienes nos referimos como “desaparecidas”, cuando logran ser rescatadas con vida, se les arrebatan muchas cosas: seguridad, estabilidad psicológica y emocional y las secuelas suelen durar toda la vida. Y en los casos más horrendos, cuando se les priva de la vida, son condenadas al silencio absoluto, y en los casos más extremos, al olvido en fosas clandestinos o terrenos baldíos donde ni con años de búsqueda se logra encontrarlas.
Hablar de “mujeres desaparecidas” implica “neutralizar” al lenguaje; despojarlo de su poderío crítico; porque los perpetradores no son meros “ilusionistas” que llevan a cabo un espectáculo de ilusión óptica; se trata de asesinos y violadores, en algunos casos seriales, que ejercen la violencia más atroz en contra de sus víctimas. Son literalmente monstruos, que están al constante acecho y que a la primera oportunidad vuelven a su ritual siniestro.
El pretendido “rigor científico” y criminológico con el que exigen las Fiscalías estatales que se hable del tema, es una cuestión que no cabe ya ni siquiera en el ámbito estricto de la procuración e impartición de justicia; porque aquí estamos ante otra cosa; una que genera una realidad desolada y llena de amargura; de frustración y lágrimas que no paran a lo largo de vidas enteras de soledad y vacío.
Tenemos que atrevernos a hablar de los asesinos, violadores y monstruos seriales, porque a ellos es a quienes debemos señalar, estigmatizar y condenar; a ellos es a quienes debe apuntar la justicia con todas sus capacidades y recursos; y a ellos es a quien la sociedad debe cuestiona dónde están y exigirles que dejen de lastimar, de violentar; y por supuesto, recriminar a la autoridad su incapacidad de procesarlos y sancionarlos de forma proporcional al daño que han generado.
No, no estamos ante desapariciones. Estamos ante uno de los peores rostros de la maldad; y lo que es urgente es ponerla frente al espejo de las palabras: las que son capaces de condenar y de construir otra ética que nos libere del momento salvaje en el que estamos.
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Frase clave: No son “desaparecidas”; lo que ocurre es siniestro
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